Su padre se llama Ricardo, como él. Sonríe pensando en esa costumbre de tantas familias de perpetuar el nombre de los progenitores. Considera una suerte poder echar mano de los recuerdos de sus antepasados y que lo blanco predomine sobre lo negro. Como las historias de Ramona, esa abuela sorda, de la que apenas tiene memoria personal. Aunque era conversación recurrente en los encuentros anuales señalados. Las mismas anécdotas, el mismo ambiente entrañable, el sentido homenaje.
Tras la muerte de la Ramona la sordera quedó en el vestigio de otros tiempos, en los relatos de aquellos entonces. La vida siguió su curso, con sus luces y sombras, con su perfil amable y con el lado oscuro. Hasta que su padre comenzó a quejarse de que no oía bien. “Cosas de la edad”, pensó Ricardo, que le animó no obstante a acudir al especialista. “Esto no es como lo de la abuela”, reflexionaba en voz baja. Su padre, ya jubilado, no había tenido ningún problema hasta ese momento. “La pérdida de audición asociada a la edad es más frecuente de lo que pensamos”. Esta es la frase que más oyó en su periplo por las distintas consultas.
De aquellos días conserva Ricardo la imagen de la nueva vitalidad de su padre tras ponerse audífonos. Era otro. Bueno, era él, pero más parecido al de siempre. Han pasado ya unos años desde entonces. Pero puede asegurar que su padre se ha mantenido activo gracias en buena parte a esos audífonos, que le han permitido llevar una vida social aceptable. Ya está mayor, pero no pierde detalle de las conversaciones. Y eso agrada a Ricardo, el hijo, porque sigue la conexión entre ellos.