Se veía venir. Su abuelo había dado un bajonazo espectacular en lo que se refiere a salud en los últimos tiempos. Roberto asumía eso de que tarde o temprano todos nos vamos de aquí. “Nadie se queda para siempre”, comentaba las pocas veces que el tema salía. Él se llama Roberto en homenaje a él. Murió en su casa, rodeado de los suyos. No saben si era consciente de nada.
Roberto vivió todos los momentos desde que lo llevaron al tanatorio y luego al cementerio como si estuvieran pasando a cámara lenta. Lo que más le apetecía era quitarse el implante coclear y aislarse del mundo. Pero la presencia de familiares, amigos y gente que no conocía le obligaban a guardar un poco la compostura. En esos instantes solo le aliviaba la posibilidad del silencio.
Pasaron los días. Roberto cree que nadie se acostumbra a la ausencia de los seres queridos. El dolor siempre está ahí, aunque algunas veces se muestra más en la superficie. Llegó el día del funeral. Asistió mucha más gente de la que él pensaba. Su abuelo era una persona muy querida entre aquellos parroquianos.
Mientras él ocupaba un lugar junto a la familia, a una prudencial distancia se encontraba su núcleo duro de amigos. Alguno con implante coclear, como él. “Dios los cría y ellos se juntan”, dice el refrán. Pero en su caso tuvo que ver más con la casualidad y con la conexión emocional. Roberto nota que sus amigos llaman un poco la atención. Tiene unos segundos para abstraerse del duelo y dedicarle un pensamiento. Porque hay sordos que prefieren disimular el implante, con el pelo, un sombrero, una boina o una gorra. Pero otros no sienten ningún pudor. Rafa es uno de ellos: lleva el pelo rapado y el implante se le ve sí o sí. Antes de volver su corazón al recuerdo de su abuelo sonríe para sus adentros: “Benditos implantes”.