Son las 8 de la mañana de un día cualquiera en la cocina de cualquier casa. Una familia cualquiera prepara un desayuno para coger fuerzas antes de empezar una nueva jornada. El tostador avisa y un hombre de mediana edad se levanta con un plato mientras dos niños de tres y cinco años juguetean con unos muñecos esperando a que lleguen las tostadas.
Ding-dong, suena el timbre. El hombre deja las tostadas encima de la mesa, sale de la cocina, cruza el pasillo. “Serán los libros que tenían que llegar hoy”, se dice mientras abre la puerta con energía. Al otro lado de la puerta, el mensajero levanta la vista del móvil y su piel comienza a mudar a color blanco. Se queda inmóvil, petrificado. Hace un esfuerzo sobrehumano por balbucear alguna palabra. No lo consigue, pero entrega el paquete y se marcha sin decir ni mu.
Esta podría ser una escena típica matutina, si no fuera porque hemos omitido un detalle que ha dejado al mensajero a cuadros: el hombre que abre la puerta, ese padre que, absorbido por la rutina del día a día, prepara el desayuno para sus vástagos, todavía no ha puesto un pie en el suelo. Literalmente no lo ha hecho porque flota a diferentes alturas por la casa, vuela como un Harry Potter sin escoba por el pasillo y abre la puerta con total naturalidad. La cara de sorpresa del mensajero nos avisa en silencio: “Esto no es normal”. Mientras, en la cocina, los niños se comen las tostadas como cada mañana, ajenos al espectáculo de levitación de su padre.
Y es que no es lo mismo convivir desde niño en una determinada situación que encontrártela de sopetón en la edad adulta. Y la sordera no es una excepción: en esa cocina cualquiera, los niños ni se inmutan ante el superpoder de su padre porque para ellos entra dentro de lo que conocemos por normal, pero el comportamiento del mensajero, que simboliza en esta historia lo que sucede fuera de nuestro hogar o zona de confort, nos descubre la excepcionalidad del caso, sea levitar o tener sordera.
Las personas acostumbradas a convivir desde críos con la sordera ajena la asumen con una naturalidad que ojalá fuera contagiosa. Las caras de extrañeza a la que las personas con sodera se enfrentan en algunas situaciones no aparece ni por asomo cuando se trata personas que lo han tenido en casa desde pequeños.
Cuando se para el juego porque un implante coclear se desconecta, cuando se busca la mirada de la persona con sordera para que lea los labios en una piscina o cuando hay que vocalizar mucho más en espacios ruidosos es cuando se ve de verdad quien lo ha mamado en casa y quien no. Para quién forma parte del día a día y a quién le sorprende, le causa extrañeza, a veces pudor e incluso pánico, y sin intención, convierten una escena que podría ser cotidiana en embarazosa e incómoda.
Mucha de la gente que entra en el entorno de personas con problemas de audición experimentan una sensación de asombro, miedo e incluso impotencia ante algunas de las problemáticas que la sordera engendra. Una mochila que parece mucho más ligera si en tu casa te has criado entre audífonos, implantes y horas jugando en una sala esperando a que salga tu hermano o hermana de la sesión de logopedia.
Estas situaciones son más comunes de lo que pensamos. Por eso, rompo una lanza en favor de todos los mensajeros que creían haberlo visto todo hasta que se encuentran entregando un paquete a un señor que levita. O lo que es lo mismo: quiero dar un cálido agradecimiento a todas las personas que se asombran, se sorprenden y se sienten impotentes ante el primer contacto; personas que no tienen esa naturalidad casi innata pero que se esfuerzan por adquirirla por el camino. Una lanza por esas personas que se toman la molestia de memorizar cuál es tu oído bueno, por las que tienen la (infinita) paciencia de repetir miles de veces lo que se ha comentado, los que asumen que cuando estás desconectado a veces no sirven ni los gestos. Porque ellos, los de la cara de sorpresa, son los que nos recuerdan a nosotros, los que cargamos con nuestra sordera las 24 horas del día, que la mochila pesa algo menos si se comparten los problemas y que todos, incluidos los niños que crecen con ello, necesitan un tiempo para aprender que la sordera es una circunstancia más de la vida, pero no el centro de ella.