Que los años no pasan en balde es de sobra conocido, pero aun sabiéndolo, hay veces que nos resistimos a asumirlo. Y si ya es duro vernos a nosotros mismos perdiendo facultades, no os quiero contar de lo extraño que resulta cuando ves cómo afloran tus mismas dificultades en las personas de tu entorno.
Este es el caso de los padres que, si bien en tu infancia te ayudaron a entender las conversaciones por teléfono con tus abuelos porque no les entendías bien al no tener apoyo de lectura labial, ahora son ellos los que sufren por partida doble: primero porque no logran entender nada y segundo porque saben cómo nadie lo que es estar desconectado del mundo. Aunque lo vivieron desde la barrera, a veces sucede que la vejez les coloca en un lugar prioritario a la hora de empatizar con la sordera: la de la persona sorda y así vivirlo en sus propias carnes.
Me imagino que, además, adquirir una deficiencia auditiva asociada a la edad viene acompañado también por un deterioro físico y cognitivo para el que pocos parches se pueden poner ya. Y entonces es el momento en que los papeles se intercambian y te conviertes en el referente para ellos a la hora de encarar este nuevo escenario que le brinda la vida. Dejas de ser la persona que buscaba su apoyo para sortear las barreras comunicativas de reciente adquisición.
Escuché decir una vez que la ceguera te aísla de las cosas y la sordera te aísla de las personas. Y no le falta razón: habrá cosas (léase aplicaciones y dispositivos) capaces de suprimir o minimizar las limitaciones con las que uno se encuentra en los mundos del silencio, pero el apoyo, el acompañamiento para vencer la soledad y la incomprensión en la que algunas veces nos sumergimos no se sustituye con máquinas.
Y ahí estás tú frente a tus padres o ante esos familiares que te dieron su apoyo de forma incondicional como si de un espejo se tratase. Les ves en la distancia de su soledad, como si de un déjà vu interminable se tratase, siendo el actor secundario de una película que protagonizaste (y aún protagonizas) hace años. Y te bloqueas por un instante, el necesario para coger carrerilla y ser mentor activo de la travesía de adaptarse a esta nueva realidad.
Cuesta perder un referente pero a la vez resulta alentador saber que puedes convertir tu experiencia en una guía para completar el círculo de la ayuda mutua, teniendo claro que comprenderás mejor que nadie sus ansiedades cuando hablan varias personas a la vez, su necesidad de que no se siente nadie a contraluz para poder ver los labios, la obsesión por evitar los ruidos y, sobre todo y por encima de todo, la empatía que se necesita cuando todo va más rápido de lo que uno puede comprender.
Todos nos equivocamos, pero no es tarea fácil asumir ese momento desde el cual no vas a tener la certeza tan certera de que lo que has creído escuchar es efectivamente lo que te han dicho. Tampoco lo es cuando se han cultivado a lo largo de los años ciertos vicios que hay que romper para poder hacer un intercambio efectivo de los papeles, intercambio que no será pleno por el peso de la experiencia adquirida de la persona que más años lleve conviviendo con la deficiencia auditiva.
He visto muchas personas con hipoacusia en mi vida, de diferentes tamaños y modalidades, pero nada comparable como cuando la situación la revives como tercera persona en un escenario de intimidad. Ya de antemano sabes que no podrás hacer más que acompañar en el camino como el mejor Sancho Panza que uno puede tener, cargados de la paciencia que ellos tuvieron para nosotros, y poner todas las herramientas adquiridas de la mano de la experiencia a su disposición para allanar la travesía, porque siempre una carga compartida es menos carga, y mucho más cuando se trata de nuestros mayores.