Muchas veces me gustaría saber cuál es la primera sensación de la gente cuando me recojo el pelo y descubro mis implantes cocleares. Como le pasaba a Amelie Pouland (protagonista de la conocida película Amelie), que algunos viernes iba al cine y que, según indicaba, le gustaba “mirar atrás en la oscuridad y ver la cara de los espectadores”, fijando en ellos la mirada como si en sus caras estuviera el verdadero espectáculo del filme y no en la pantalla.
Eso es: sería como tomar la distancia suficiente para verlo de lejos y ver cómo otros interactúan con las personas con discapacidad auditiva al igual que las personas con discapacidad auditiva interactuamos en otras situaciones que no forman parte de nuestro día a día. Y es que a veces, aun alcanzando las mayores cotas de confianza y sinceridad en los demás, es muy difícil que una opinión no esté sesgada por el cariño.
Hay ocasiones (bastante absurdas, desde mi punto de vista) que el exceso de lo políticamente correcto nos lleva a buscar un grado de perfección en nuestro lenguaje que no existe, buscando una forma lingüística que sustituya expresiones tan presentes en nuestro día a día como “oye” o “escúchame”, que no por tener una discapacidad auditiva se tienen que evitar, ya que no hacen un sinónimo de “préstame atención” que todos tenemos opción de pedir. Y es que, a veces un exceso de vehemencia por querer contentar a los demás, sobre todo cuando se tiene esa creencia tan viejuna y sesgada de que “pobrecitos, que no oyen bien”, como si no hubiera solución posible.
De pobrecitos, nada. Que tenemos una discapacidad auditiva, eso nadie lo niega, pero no es compasión lo que necesitamos, si no formación para profesionales, ayudas técnicas, concienciación y un poco más de conocimiento general, sin sesgos, sin poner por delante el pobrecito porque entonces, si por cada tara humana que todos tenemos somos así, el mundo estaría lleno de pobrecitos, todos lo seríamos. Seguramente muchas de las personas que tenemos problemas auditivos no consigamos ser directores de orquesta de la talla del español Pablo Heras-Casado, pero eso tampoco nos exime de intentarlo, y de poner todo el empeño y el tesón en nuestro propósito. Pero no abandonar la contienda de la mano de la sentencia del pobrecito, tan derrotista que pareciera que nos deja sin opciones, cuando sí las tenemos.
El mundo está lleno de pobrecitos si calificamos a las personas en función de las dificultades a las que se enfrentan cada día. Los hay que tienen problemas de movilidad y necesitan ayuda para subir un bordillo; también los hay con intolerancia a la fructosa y si se comen una ensalada les puede salir muy, muy caro en términos de salud; los hay también que son incapaces de salir de casa; y también hay personas que no conciben su vida sin alcohol o sin jugarse los dineros en las tragaperras; los hay que tienen muchas dificultades para entender un texto sencillo y también los hay que asumen la homosexualidad de sus hijos como un gran pecado contra el que nada puede hacerse. La vara de medir es extensa cuando se trata de los males ajenos, pero uno no es tan consciente de los propios, eludiendo por completo ser, en alguna faceta de su vida, uno de esos pobrecitos a los que se imaginan abocados al desastre usando ese vocablo.
¿Somos tan pobrecitos como nos dicen o es solo una forma de mostrarse ante nosotros? ¿Es lo políticamente correcto lo que predomina hoy en día? ¿Y qué fue del sentido común, se ha convertido al fin en el menos común de los sentidos? ¿Acaso en este mundo del Internet y de la democratización del conocimiento, la ignorancia sigue instalada sin remedio?