La vida está repleta de primeras veces y la mayoría de ellas, pasan al cajón del olvido sin más dilación; pero otras veces, no podremos ni querremos desprendernos de ese recuerdo con esa facilidad. Hace unos días se cumplían dos décadas desde la primera vez que me conectaron un implante coclear y, aunque la canción dice “que veinte años no son nada”, para mí el giro que este acontecimiento dio en mi vida fue mayúsculo.
Muchas veces me han preguntado después por ese momento y lamento no poder ofrecer una imagen emotiva como las que podemos encontrar en Internet de niños que oyen por primera vez a sus padres y madres tras conectar los implantes. Nada más lejos de mi realidad: yo arrastraba una sordera severa que no era completa, y además yo comencé a perder audición después de aprender a hablar y no me comunico en lengua de signos, lo que me ha hecho tener una alta vinculación con el mundo sonoro.
Pero mi primera vez no fue un paseo por las nubes, para nada: me pusieron la antena y creo que no aguanté ni diez segundos. El sonido ya no entraba en forma de vibración, si no que iba directo a la cabeza, pero era como si el Pato Donald me hablase en arameo, no entiendo nada. Y no quería seguir entendiendo: así que mi primera inmersión duró apenas cuatro minutos en los que me fustigué mentalmente pensando en que esta operación no había servido para nada. Sabía que tendría que hacer rehabilitación durante un tiempo pero imagino que muy dentro de mí albergaba la esperanza de discriminar algo en mi primera conexión.
Ahora, veinte años y seis programadores después, puedo decir que el implante coclear ha sido una de mis mayores inversiones tanto a nivel económico como a nivel de tiempo. Mi satisfacción es mayúscula. La de enero de 2001 fue el pistoletazo de salida de un sinfín de primeras veces que aun hoy no dejan de sorprenderme cuando escribo estas líneas: la primera vez que escuché el las burbujas del gas de una coca cola; la primera vez que diferencié entre la batidora y el aspirador; la primera vez que aprecié todos los instrumentos en un directo de música; cuando descubrí las emociones que transmiten las bandas sonoras de las películas y sus matices; e incluso, la primera vez en la que me desperté con mis propios ronquidos.
Recuerdo mis sesiones de rehabilitación, a las que acudía con todo el fervor de mi adolescencia, como una tortura de casetes en los que había que identificar los sonidos más variopintos y esforzarme por entender las letras de canciones de Los Secretos; charlas por teléfono en las que sin comerlo ni beberlo ni esperarlo, me leían poesía o las instrucciones de un juguete.
Ha pasado mucho tiempo y hoy esa sensación metalizada de cuando el Pato Donald habla en arameo se ha convertido en mi forma de entender la vida sonora, pero no solo una parte de ella, si no una vasta extensión de ella, todo un mundo de matices por descubrir.
Y es que, a todos los pequeños hitos cotidianos que iba descubriendo en mi primer año con el implante coclear, se le irían sumando también otros logros de mayor calado como, por ejemplo, reconocer a las personas por su voz; poder comunicarme en otros idiomas; escuchar si un grifo está mal cerrado o, incluso, ser capaz de diferenciar si el sonido viene de una televisión, un móvil o una radio analógica y entender a la vez la parada de metro anunciada por megafonía a la vez que atiendes al audiolibro que estoy escuchando.
Pero no se engañen: la magia no existe y hay que pasar por momentos frustrantes y de desaliento, de impotencia y desorientación; de crisis cuando se caen al suelo y se descomponen en mil pedazos y por las interminables sesiones de programación y audiometrías de comprobación, entre otras cosas. Pero, créanme: hay un montón de primeras veces esperando a ser experimentadas, también en el lado sonoro de la vida.