Alberto ya había cumplido los 25 años cuando comenzó con sus problemas de audición. Tenía pareja con la que llevaba desde los 20. Muchos proyectos en común, la vida por delante, como decía el poeta Jaime Gil de Biedma. Y llegaron curvas. La diabetes salió con un análisis, pero de repente comenzó a oír mal. Eso fue otra historia, más difícil de asimilar, de darse cuenta que debía buscar el origen del problema.
No tuvo precisamente ayuda en su pareja. Ella nunca comprendió, no estuvo a la altura. Como si hubiera sido una decisión de Alberto quedarse sordo. Una historia de amor con altibajos se tornó en una relación tóxica, de esas que te machacan y te dejan hundido. Le llegaba a hablar con un tono despectivo. “Parece que no quieres escuchar”, decía ella. Que no, que no era eso. Que no podía. Y Alberto se fue amilanando. Y apartándose del mundo. Estaba prácticamente anulado. Se creía que era un tonto y el culpable de todo. Gracias a la persona que en teoría le amaba.
Porque cuando uno no sabe que vive preso le cuesta escapar de la cárcel. Finalmente cortaron. Él tenía ya 31. Fueron once años de amor en mal estado. Todavía no llevaba audífonos. Así que las ganas de salir y relacionarse eran escasas. Cuando le acompañaba el optimismo usaba alguno de sus trucos: procuraba sentarse por el lado del oído por el que mejor oía.
Le reconforta que sus amigos siempre han estado a su lado. Con comprensión. Y la gente que ha ido conociendo, igual. Esa sensación le permite sentirse moderadamente bien. Aunque reconoce para sus adentros que le cuesta relacionarse. Porque no oye bien. Alberto sabe que las dificultades están para vencerlas. Que el amor, como explica la canción, está en el aire.