Antonio Machado escribió una vez que “el silencio es el aspecto sonoro de la nada”. Y por una vez, se equivocaba al menos, en darnos a entender que el silencio era la ausencia de sonido. Porque lo es y no lo es, desde el momento en que la ausencia de sonido se manifiesta, ya es de por sí una de las partes más expresivas del mensaje, el silencio llena la ausencia con otros matices.
Las personas con sordera podemos dar buena fe de ello. Y también, como sucede en mi caso, del apasionante y maravilloso mundo que brota del silencio, el de los sonidos inventados, imaginados y/o esperados. Esos sonidos que se reproducen en la cabeza de uno cuando está sin las prótesis auditivas, que sabemos que no son verdad, pero que sin embargo se asientan de la forma más natural en nuestra cabeza.
No son acúfenos si no que más bien son sonidos imaginarios que ponen la banda sonora a las acciones cotidianas que sabemos que emiten algún sonido pero que, en ese momento, no podemos oírlo, pero sabemos que está, aunque sea en nuestra cabeza. El secador de pelo es un gran ejemplo de esto: casi nadie se seca el pelo con los procesadores de implantes cocleares o con los audífonos puestos, pero sí sabemos cómo suena un secador porque en alguna ocasión le hemos secado el pelo a alguien, o hemos entrado en una peluquería cuando estaban secando el pelo, por ejemplo. Entonces, cuando nos secamos el pelo en la más absoluta desconexión sonora, en nuestra cabeza hay algo que está imitando ese sonido, aunque la realidad es que no lo oímos.
Si hacemos un análisis más profundo de este tema, podemos comprobar que, como esas historias que de tanto contarlas se desvirtúan, las píldoras sonoras de nuestro mundo imaginario tienen un fuerte componente de ficción que se incrementa con el tiempo, hasta llegar un día, tras semanas, meses o años de no escuchar cómo cae el agua de lo alto de la alcachofa de la ducha; que cuando nos toca volver a oírlo, nos quedamos ojipláticos.
“No, esto no sonaba así en mi cabeza”, a veces te dices para dentro como si fueras consciente de esa locura; con una extrañeza propia del que se levanta trasnochado y con alguna que otra laguna mental que resalta aún más la sensación de perplejidad. Y es que, esta laguna mental o ausencia del recuerdo que tenemos tiene su razón de ser: no estamos muy familiarizados con ellos y por eso creamos un recuerdo ad hoc que, aunque irreal, está basado en la realidad sonora que hemos vivido.
Eso, si es que hemos escuchado ese sonido antes. Si no, nos limitaremos a crearlo con todo el contingente de experiencias sonoras archivadas en nuestra cabeza, fruto de vivencias, ya sean basadas en la realidad o disfrutando de la ficción que la cultura en su más amplio espectro nos ofrece. En mi caso, por ejemplo, cuando me sumerjo en una piscina para nadar, lo que oigo en mi cabeza tiene que ver con el “glu, glu” asociado a cuando en los dibujos animados algún personaje bucea y suelta algunas burbujas de oxígeno que suben a la superficie. Lejos, muy lejos, estarían esas paladas que seguro que se oirán cuando nadas a crol o a espalda; y más lejos aún está el impacto de los niños que se tiran a la piscina y luego descubrirás a tu lado con una fiesta de burbujas de oxígeno.
Y es que, este (loco) imaginario sonoro que construimos desde pequeños resulta de gran utilidad en la transición del mundo sonoro al silencioso porque, aunque en alguna ocasión ya he dicho que desconectar (o que se terminen las baterías) es como que se apague la luz, la verdad es que cuando convives con estas dos realidades de una forma tan habitual, es una ayuda contar con elementos, aunque vivan solo en tu cabeza, que limen las diferencias entre los dos escenarios, y así no sentirte un extraño en ninguno de ellos.