Somos productores de ruido, engendramos violencia con la maquinaria, atentamos contra nosotros mismos: el ruido nos hace débiles, nos aleja de las personas, perjudica gravemente nuestra salud. Pero somos peligrosos también con el resto de seres humanos.
En torno una cuarta parte del mare Nostrum (el mar nuestro de cada día), el Meditérraneo, está sometido a ruidos submarinos por encima de los niveles apropiados para delfines y ballenas. Si alguna vez existieron en estas aguas las sirenas de las que hablaba Ulises, seguro que se fueron buscando otros mares de tranquilidad.
Los científicos denuncian que uno de los motivos de los varamientos de cetáceos está producido por las alteraciones en su sistema auditivo: desorientación e incapacidad de localizar a sus presas.
Los peligros a los que se enfrentan estos animales son fabulosos: las campañas para localizar hidrocarburos, los sonares militares, el tráfico marítimo, las actividades costeras… Los expertos han situado las zonas con mayor riesgo donde se buscan yacimientos de petróleo y gas. Para ello se usan cañones de aire comprimido de alta presión, que provocan explosiones que emiten ondas acústicas de enorme intensidad.
Las ballenas dependen del sonido para comunicase y los delfines utilizan el sónar para orientarse y localizar su alimento. El ruido afecta a la reproducción. También los ejercicios navales han causado varamientos masivos en las costas del Mediterráneo. Los cetáceos tienen en el sonido su medio sensorial por excelencia, pues por debajo de 200 metros en el mar no hay luz.