“Siempre dijimos que era raro: se traía sus muñecos articulados que representaban soldados o guerreros y jugaba él solo a crear peleas entre ellos. No hacía los archiconocidos “efectos especiales” que simulaban disparos, tortazos, caídas y dolores, y que todos los demás hacíamos con la boca. En sus juegos no había casi diálogos.
Creció, y aprendió a colocarse el implante coclear de forma autónoma. Entonces, comenzó a jugar al fútbol y al baloncesto, al “pilla-pilla” y otros juegos de grupo. Y me parecía raro porque gritaba más alto de lo que debiera cuando todos nuestros recreos anteriores le observábamos cómo jugaba en silencio.
Cuando comenzamos a jugar al fútbol, a Javier a veces se le caía. Antes, iba corriendo a que la profesora, que había aprendido cómo hacerlo, lo conectase de nuevo. Después, con la naturalidad de quien se quita el pelo de la frente, mi amigo se hizo con el “chisme” y, más calmado, se fue soltando.
Se soltó y, a veces, nos traía gominolas. Perdió la timidez, o nosotros perdimos el miedo ante una bolsa de chuches. Pero a veces le llamábamos y no nos oía o simplemente pasaba de nosotros. No era muy hablador, y cuando hablaba, no sabíamos qué quería decir. Pensábamos que tenía algún tipo de retraso, pero el tiempo demostró que Javier sólo era un niño sordo.
Y cuando nos dimos cuenta de que sólo era sordo, Javier comenzó a hablar, a jugar en equipo, a reírse, a entender las reglas del juego y los cambios de reglas espontáneos, a venir al cine (aunque le tuviéramos que explicar la peli después), a jugar a las cartas, etc.
Aunque todos los comienzos de curso Javier estaba abstraído en un desconcierto singular, los recreos se le hicieron diferentes al descubrir que no había necesidad de estar solo pudiendo tener amigos. Hay, de hecho, amigos que no tienen el fundamento de su amistad en el interior de una bolsa de ositos de gominolas, sino que se convierte en una fuente de oportunidades.
Pasó de raro a ser sordo. O lo que es lo mismo: nosotros pasamos a llamar a las cosas por su nombre, a ver dónde estaba el problema y a ver cómo podíamos hacerlo más pequeño.
Todo esto me lo contó Javier hace no mucho. Nunca pensé, de hecho, que el patio, con tantos niños saltando, jugando, corriendo y riendo, pudiera ser uno de los sitios más solitarios de la escuela. Y es que, en la anarquía del orden, en donde la libertad es el mejor de los juegos, los niños sordos se esconden y se aíslan con recelo y timidez pero, sobre todo, porque no conciben un recreo sin silencio y poco a poco aprenden a disfrutar del placer de hacer ruido”.
Debo felicitar el magnifico articulo, incluso me he acordado mucho de una experiencia similar a la mía. Me alegro mucho de que las cosas esten cambiando y es donde realmente aprendes y abres el mundo. Parece que es una tontería pero pensad o mejor poneros en nuestra situación de niñez donde en un recreo no oyes, ves corriendo a los niños, los compañeros te dicen algo y te sientes desconfiado porque no sabes lo que dicen, inseguridad y … como no, por supuesto en todos los colegios, hay uno o varios que tienen la maldad y te toman como a un deficiente mental (con respecto para esa sociedad que también merece su reconocimiento y los meritos conseguidos). Pero eso no es todo, se va descubriendo y poco a poco empiezas comprender lo que se mueve en la sociedad. Unas de las ventajas que tenemos, en mi opinión, es que somos muy observadores. No dejamos escapar los detalles y sobre todo apreciamos mucho las pequeñas cosas, pues imaginaos los ojos tan abiertos cuando son niños. Además reclamamos mucho la atención. Doy las gracias a mi familia por el apoyo, por llevarme a un colegio integrado donde el ruido da la vida.
Es verdad, todos necesitamos comunicarnos.
No nos damos cuenta pero la moyor parte de la seguridad que sentimos y necesitamos estriba en que podemos comunicar «algo» a «alguien».
Empezando por los niños que lloran, pasando por los escritores adultos, todo el mundo lo necesita.
Aislarse, bien sea forzado por las circustancias o por propia voluntad, es un suicidio.