Existen muchos tipos de deficiencia auditiva. Casi tantos como personas, ya que cada uno “lo lleva como puede” y muchas veces, la forma de enfrentarse a la pérdida va asociada a la personalidad de cada uno. Los hay que asumen una vida en silencio y también están los que no pueden con su ansiedad de escuchar. Y en medio, todas las tonalidades que separan al blanco y al negro.
Digo esto porque hay un tipo de sordera que se escapa del conocimiento de los “ciudadanos de a pie” (entiéndase como el conjunto de gente que no tienen apenas contacto con personas sordas). Hablo de aquella deficiencia auditiva que entraña el déficit de discriminación como núcleo del problema. Esto es como escuchar un rumor incesante, más bajo o más alto, pero que no logras descifrar. Para los que conocimientos la televisión analógica, el mejor símil es decir que es “como Canal+ codificado”.
Es una sensación extraña. Sobre todo si la pérdida es postlocutiva, si el problema apareció una vez que el lenguaje ya fue adquirido. De pronto te cuesta entender a alguien a quien antes entendías con los ojos cerrados. Se vuelve complicado discriminar entre “vaca” y “bata”, “casa” y “taza” y otro sinfín de similitudes fonéticas.
Por más que la gente “de a pie” se empeñe subiendo el tono, a veces no es una cuestión de volumen, si no de hablar claro, de tener las condiciones visuales y de luz suficientes como para permitir que la lectura labial sea un apoyo y no un problema, y mientras se fuerza la lectura labial, el sonido se percibe más nítido. No hace falta destrozar los tímpanos con gritos al oído.
Pero no es sólo un trabajo que tienen que hacer “los demás”. La propia persona con deficiencia auditiva tiene mucho que hacer y decir por su propio bienestar, y no esperar que siempre se den las condiciones adecuadas para la perfecta comunicación. El primer paso, y no me cansaré de repetirlo, es ser honestos y sinceros y anunciar, en cuanto sobresalga el problema, que se tiene una deficiencia auditiva. A ser posible, mediante la fórmula “problema-solución”, o lo que es lo mismo, hacer conscientes a los demás de que existe un problema, pero también de cuál es la solución.
“Ay, no te entiendo nada de lo que dices…” (problema). “Pero si vocalizas un poco más, o no me hablas con la boca llena de comida, seguro que te entenderé bien” (solución).
Admito que no es tan sencillo. Esta reflexión requiere muchos años de experiencia y un exhaustivo conocimiento de uno mismo. Y de lo que es más importante, sus limitaciones. Esto les pasa también a las personas oyentes, a otros niveles y en otros ámbitos de la vida, pero en el caso que nos ocupa, es una necesidad algo más apremiante. Un buen conocimiento de uno mismo y de los límites lleva a una mejor comunicación e interacción entre personas, ya que no sólo beneficia al receptor con problemas de audición, si no que es un trabajo de dos y la ganancia es mutua.
El punto a donde yo quiero llegar es al de reforzar la seguridad de las personas con deficiencia auditiva, sobre todo de aquellas que se han encontrado con este problema de forma repentina y están en el proceso de adaptación. Ese mensaje en forma de rumor, que antes se escuchaba nítidamente en el metro o en el autobús, esas conversaciones triviales que mantienen las vecinas esperando al ascensor, por ejemplo, no son estrategias que utilicen para desacreditarnos. Y no pueden, por no ser capaces de discriminar el contenido, generar en nosotros un viciado pensamiento de “qué dirán de mí”, “qué dirán que no quieren que yo oiga”.
Es muy común en niños (y no tan niños) creer que ese rumor que antes no existía, esa codificación extraña de las palabras que ahora se desconocen sea fruto de una malévola estrategia para “ponernos verdes”, cuando en realidad sigue siendo lo que fue tiempo atrás: una conversación banal sobre la portera, que sigue de baja por maternidad y que la que la sustituye aún no se entera de que no se puede fregar el suelo por la mañana porque hay gente mayor que se puede resbalar y que es mejor esperar a mediodía y que hay que hablar con ella y comentárselo, que seguro que no lo hace con intención. “Y me voy a la compra y a recoger unas pruebas; luego me cuentas qué tal va tu hermana”.
Reconozco que no soy la persona más indicada para lanzar esta conclusión, pues la teoría es fácil y no tanto así la práctica; pero a veces, demasiado pensar no lleva la reflexión a buen puerto y en ocasiones, las cosas son tan sencillas como te las quieras imaginar.
Me llamo Adriana, tengo 26 años y me dedico a la fotografía. La sordera es un tema que he querido superar desde que tenía 7 años, por mis padres me integré a la comunidad -oyente- para poder ser como una persona normal. Es una lucha constante, porque el esfuerzo por entender la realidad de las cosas es el triple de lo que hace una persona normal, una persona oyente al menos no se esfuerza por entender en una clase, no se esfuerza por entender un discurso, no se esfuerza por entender una plática de grupo y yo quisiera e imagino que el día que muera, en el más allá sería un ángel oyente o quisiera impactar en una conferencia en dónde pueda responder toda clase de preguntas sin hacer esfuerzo por entender, quisiera que haya un cura para no estar así, deprimida y frustrada todo el tiempo y pueda progresar, pueda independizarme sin ningún problema, pueda responder las llamadas, ser totalmente servicial, que pueda ser eficaz, escuchar a los que quieran ser escuchados, escuchar con el corazón, apreciar la música, el cantar de los pajaritos, el aire, siquiera las gotas caer de la lluvia… Lo más difícil es estar enfrentando la realidad día a día, las cosas cambian constantemente, el mundo se vuelve materialista y yo tengo que leer mucho para poder expresarme mejor y a la perfección, lo difícil es que hay mucha discriminación y yo no lo permito, intento ignorar, intento pensar que soy afortunada aunque me parta el alma, el tiempo pasa, cada amanecer es aceptar la realidad.