Yo me estaba imaginando la escena. Quizá fueran imaginaciones mías, pero supongo que algo parecido debió ocurrir cuando llegué como becaria a la redacción. Ignoro quién del equipo directivo dio la orden, pero tal y como se han desarrollado los acontecimientos desde entonces seguro que pasó más o menos así:
— Acaba de incorporarse para trabajar con nosotros Ana María Campana. Es de la nueva hornada de prácticas de verano. Os quiero hablar de ella porque lleva implantes cocleares para poder oír. No quiero ni una broma. Esta chica es una periodista a la que brindaremos todo nuestro apoyo, como al resto de los que vienen a aprender y al mismo tiempo a ayudarnos. Solo os pido una cosa: no le encarguéis temas que tengan que ver con su ‘particularidad’. Que os eche una mano cuando venga al caso, pero quiero que desarrolle su carrera en otros ámbitos informativos. ¿Está claro?
Convencida estoy de que ocurrió más o menos así. Se non è vero, è ben trovato, que dicen los italianos. Y cada vez que me suceden episodios como el de hoy más me reafirmo. José Carlos López me pidió ayuda. Lleva en la sección de Deportes los temas de motor. Los cuarenta tal vez no los cumpla, pero se nota que dedica parte de su tiempo libre al gimnasio. Ahora puede escribir de Marc Márquez y antaño seguro que disfrutó con los éxitos de Fernando Alonso. “La Fórmula 1 ya no es lo que era”, suele decir.
— ¿Óscar Núñez te suena?— me soltó a bocajarro.
Antes de contestar, activé el pequeño ordenador personal que dice mi hermano que tengo en el cerebro. Todos los grandes deportistas empezaron a despuntar desde niños. Y este es el caso. Nacido en la localidad barcelonesa de El Prat de Llobregat, tiene 12 años y es sordo de nacimiento. Con dos campeonatos de Cataluña a sus espaldas, demuestra una veteranía impropia para su edad. Se mueve con soltura en el paddock y con los medios de comunicación.
— ¿Qué quieres saber? —le pregunté.
— ¿Cómo se las apaña?
— Pues lleva dos implantes cocleares, como yo, gracias a los cuales puede oír. También como yo. Y aquí viene lo bueno. En la competición y en el entrenamiento usa un casco especial, con un sistema de inflado adaptado para que pueda ajustar los implantes.
No puedo evitarlo. Necesito estar informada de todos los avances médicos y tecnológicos sobre la sordera. Y también de aquellas personas que logran sobreponerse a las dificultades y destacan. Pero entiendo que prefieran que yo me centre en otros aspectos.
— ¿Sabes que desconecta los implantes cuando no quiere oír algo, una bronca, por ejemplo? —Era mi manera de zanjar la conversación. Tenía tarea.
— Eres muy buena, Anita. De mayor quiero ser como tú.
De mayor. Uff, el futuro. No me gusta pensar en ello. Quiero que pasen los días, poco a poco, con sus cosas buenas y con sus cosas malas. Si me paro y reflexiono pues claro que existen algunas metas. Me gustaría, por ejemplo, llegar a ser una buena periodista. No me preocupa tanto el reconocimiento como estar satisfecha con mi trabajo. Ojalá que si llega a suceder no se diga eso de “periodista sorda gana el premio tal o cual”. Soy periodista y me llamo Ana. Eso es lo que más me define.
Relacionado con “mi problema”, estoy convencida de que los avances tecnológicos harán cada día más sencilla mi vida. Sé que hay personas a las que incomoda que se vea el implante. A mí no me produce ninguna frustración que alguien note, bajo mi pelo, ese aparatito que demuestra que no soy como todos.
Un mensaje de “WhatsApp” me sacó de mi ensimismamiento. Mi tío Alejandro me invita a un refresco en cuanto salga de la redacción. Él ya sabe
que no tengo hora de salida, que en un periódico siempre pasa algo que te retiene. Quedamos en que le avisaría cuando fuera a marcharme y que me recogería con su coche. Por delante tenía una información sobre las audiencias de las televisiones generalistas privadas.
Mi tío, hermano de mi padre, trabaja como informático. Tiene que ser bueno porque se lo rifan distintas empresas. Él bromea mucho con que podría ser hacker, pero que prefiere una vida sin demasiados sobresaltos. Carezco de argumentos para conocer hasta qué punto es un genio de la computación. De lo que sí puedo dar fe es de su ingenio para la robótica. Siempre diseñando nuevos aparatos de utilidad relativa, como un instrumento que creó para sacar los hielos de la cubitera y echarlos en los vasos. No siempre caían en el lugar correcto. Podrían escucharse las risas, aunque me hubiera quitado el procesador. A él no le quedó otro remedio que defenderse.
— Tampoco a Alexander Graham Bell le salían las cosas a la primera. Por cierto. Igual no os habéis fijado. Pero yo me llamo como él, Alejandro Campana.
Me hace mucho bien que el sentido del humor sea una práctica habitual entre los miembros de mi familia. Cuando cerré la información con el visto bueno de mi jefe, salí escopetada para no hacer esperar más tiempo a mi tío. Es casi como un hermano mayor para mí. El más pequeño de la familia, Alejandro me saca solo diez años. Cada cena navideña se recuerda su intento por hacer que oyera mejor con una trompetilla de juguete. Yo era bebé y él ya no tan niño. Decidimos alejarnos del periódico para no dar muchas posibilidades a encontrarme a algún compañero. Hablamos de muchas cosas, como siempre. Estamos muy unidos. Pero el broche al encuentro fue una declaración de intenciones que no supe si tomarme en serio. Precisamente a las pocas horas de haber yo pensado sobre el asunto.
— Si yo tuviera grandes conocimientos en ingeniería electrónica, Anita, investigaría para lograr un nanotransmisor que pudiera sustituir al procesador de tu implante…
— Te quiero mucho, Alejandro —es lo único que pude decir.