Al principio todo era silencio. En los peores días de la pandemia todos conteníamos el aliento para evitar toparnos con las malas noticias. Las calles vacías nos traían a la cabeza imágenes de películas basadas en fantasías, como una pesadilla. Ausencia de ruido, pero inquietante, casi terrorífico. Solo se escuchaba cantar a los pájaros, que lo hacían casi con saña. A mí el ruido siempre me ha hecho mucho daño, y no lo digo por los perjuicios relacionados con la salud. En mi caso lo percibo como un elemento que distorsiona y que me limita a la hora de comprender los distintos mensajes que me llegan.
Cómo olvidar esos viajes en metro a la facultad de Periodismo, rodeada de compañeros, intentando enterarme de las conversaciones. Tanta gente hablando en el vagón que yo a veces solo podía oír nítidamente a aquellos que no eran de mi grupo. Entre la lectura labial y la imaginación iba poniendo parches. No, el implante coclear no es una varita mágica con la que haces “chas” y te enteras de todo. Te ayuda a normalizar tu vida, pero no es como llevar unas gafas (lo he dicho mil veces).
Luego ya, a medida que la dichosa curva se aplanaba (que es como explicaban la mejora de las cifras), el ruido disparó los conflictos entre vecinos. Gritos, música a todo trapo, ladridos, el televisor a volumen brutal a todas horas. Conclusión: denuncias. Y eso en un momento en que la policía estaba bastante atareada. No siempre parece que el ser humano esté preparado para la convivencia. Sí, claro. Han sido muchos días encerrados en casa con una nación entera en la mayor crisis de su historia. Y mientras, la solidaridad de muchos nos hace estar orgullosos de nuestros conciudadanos. Pero siempre hay garbanzos negros.
Por lo que leo va a ser tendencia la lucha contra la contaminación acústica. Eso al menos indican las publicaciones de arquitectura y decoración. Me parece muy bien. A ver qué sucede con las terrazas de los bares este verano. No siempre los ayuntamientos están suficientemente sensibilizados. Ojalá que aumenten los sistemas de aislamiento acústico en las viviendas para evitar la entrada de ruidos del exterior o de los vecinos. Pero también en espacios públicos, como restaurantes o museos. Con la instalación de elementos fonoabsorbentes se puede controlar la reverberación del sonido y reducir el nivel de ruido. Sería mejor para todos.
Hay ruidos y ruidos. El ajetreo de una redacción a veces puede ser molesto, sobre todo para mí, que necesito que los mensajes me lleguen con la menor interferencia. Pero en esta ocasión ha sido como regresar al paraíso de los buenos recuerdos, a la tan ansiada normalidad, aunque evidentemente no sea como antes. Nos han comunicado que con ciertas reservas algunos podemos ir reincorporándonos a nuestro lugar de trabajo. Quedan descartadas las personas que pertenecen a grupos de riesgo y aquellos que tienen síntomas de tener coronavirus. En cualquier caso, iremos apareciendo escalonadamente.
—Holaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa a todos. Aquí está de nuevo Anita Campana, dispuesta a comerme el mundo —dije nada más cruzar las puertas de la redacción.
Faltaba mucha gente todavía. A algunos les reconocí por el lugar que ocupaban delante de los ordenadores, porque el confinamiento y las mascarillas nos habían convertido en personas no fácilmente identificables. Me alegré un montón de reencontrarme con ellos, a pesar de que no hubo abrazos y de que no pude comprobar las sonrisas. Los ojos de muchos decían que estábamos venciendo. Mi primer día después de mucho tiempo. Mi primer día en vivo y en directo. No tuve que salir a la calle a conseguir información. Estar allí era la señal de que estaba saliendo el sol.
Se me pasó el día volando. Y el broche era la cena con mi hombre favorito, casi casi al mismo nivel que mi padre y mi hermano: mi tío Alejandro (Alexander Bell, como le gusta llamarse para impresionar). Las charlas por videollamada han sustituido parcialmente los encuentros familiares, pero no existe nada como la cercanía, aunque todavía no podamos darnos un fuerte abrazo.
—Yo te hubiera invitado a cenar en una terraza, pero encontrar una mesa es casi deporte de riesgo, sobri. Así que en casita te prepararé cositas ricas —así me recibió y la mascarilla evitó que él viera que sonreía de oreja a oreja.
La velada transcurrió como es habitual con Alejandro. Tiene más chispa que las bebidas refrescantes. No pude parar de reír. Mil anécdotas de los tiempos de confinamiento.
—No he parado de currar. Con esto del teletrabajo he echado más horas que nunca. Así evitaba darle demasiadas vueltas a la cabeza. Pero he tenido tiempo para leer, para seguir documentándome, para saber más sobre Alexander Graham Bell —me explicó.
Y no me dejó responder. Siguió con la charla.
—Ya sabes que siempre digo que me gustaría ser el Alexander Graham Bell español. A veces fantaseo con que se ha reencarnado en mí. Lo que no sabía es que había sido uno de los fundadores de la National Geographic Society.
Yo le miraba embelesada.
—Además de inventar el primer teléfono patentado y desarrollar sistemas de comunicación para personas sordas tenía tiempo para esto. Cómo me gusta este hombre.
Eso pensé yo. Cómo me gusta mi tío. Que bien me sabe la vida hoy, en estos días.