La Festividad de Reyes me permitió juntar un minipuente: tres días sin ir al periódico, tres días para desconectar un poco. Ya no esperamos metidos bajo el edredón a que vengan Melchor, Gaspar y Baltasar. Ya no ponemos tres vasitos de leche para los Magos de Oriente y agua para los camellos. Tan atrapada estaba por la magia que nunca me dio por pensar cómo entraban esos jorobados animales en casa. Adiós a la inocencia, aunque todavía guardamos las formas y reservamos los regalos para el 6 de enero.
Perdí la fe en los cuentos de Navidad gracias a mis compañeros de colegio. Fue en segunda de Primaria, poco antes de las vacaciones de diciembre. Los más resabiados se dedicaron a reventarnos la ilusión.
—Los Reyes son los padres. Que no os enteráis.
Me afectó, claro. Le quita un poco de encanto a la parafernalia fin de Navidad. Tampoco pedía nunca regalos maravillosos. Cosas normales. Pero sí me extrañaba que los muñecos nunca venían con implantes o con audífonos. Sigo escribiendo la carta todos los años. Pero mis deseos ahora tienen que ver con la investigación. Confío en que la ciencia y la tecnología avancen una barbaridad para que la gente como yo pueda comunicarse como el resto de las personas cada vez mejor.
La mañana de Reyes toca el ritual acostumbrado. Todos dejamos la noche anterior los regalos al pie del árbol. Salvo mi tío, que se incorpora ese mismo día, con el roscón preparado para su destino. Pasamos unas horas entre charlas y la preparación del menú. Ya estoy un poco empachada de tanto exceso gastronómico. La comida se alarga, como era previsible. Yo tengo ganas de salir, pero espero a hacer la digestión. Una vez que ha pasado el tiempo prudencial hago mi anuncio a bombo y platillo
—Voy a correr un poco.
Y me voy a mi habitación a cambiarme de ropa. Mi padre está esperándome, para el sermón lingüístico.
—Runner. Otra runner más. En mis tiempos no se hacía running, se practicaba footing, que viene a ser otro anglicismo que ya pasó de moda. Los tiempos cambian, pero parece que las costumbres de no llamar a las cosas por su nombre en español no.
Sé que lo dice para picarme, que en esos momentos soy un poco objeto de burla de mis padres, mi tío y hasta mi hermano. Pero no puedo morderme la lengua.
—Yo no sé llamarlo de otra forma. Pero te pido que cuando estés viendo por televisión un partido de fútbol si decides comentar algo evites la palabra gol o penalti.
Es lo que se llama un zasca en toda la boca.
Y salgo a correr a pesar del frío y la amenaza de lluvia. Aunque me tienta la idea de quedarme en casa, con una mantita por encima en el sofá, adormilada mientras vemos películas de sobremesa, alemanas o suecas. En familia. Me sobrepongo a los cantos de sirena y me lanzo. Eso sí, protegida contra el frío.
Yo era casi bebé cuando me pusieron el implante coclear. Cuando era pequeña recuerdo haber tenido pesadillas por el miedo a perderlo. Siempre he seguido el consejo de mis padres: los implantes han de llevarse siempre. Solo deben dejarse en la caja cuando vamos a dormir.
Tampoco he olvidado nunca que el calor excesivo o el frío extremo pueden afectar al funcionamiento de las partes externas. Si durante el ejercicio el procesador hubiera decidido hacer stop tras haber soportado las mínimas temperaturas, no me hubiera alarmado. Solo hay que esperar a que recupere la temperatura normal.
Soy muy cuidadosa, pero eso va en las costumbres de cada uno. Por ejemplo, el sitio donde lo guardo para irme a dormir o para meterme en la ducha. Las advertencias están claras: ha de ser un lugar seco y debe mantenerse a temperatura normal. Lo habitual es utilizar una cajita pequeña. A mí no se me ocurre dejarlo dentro de la guantera de un coche un día de sol riguroso o encima de un radiador encendido. Hay una leyenda urbana sobre una muchacha que se dio una sesión de rayos uva sin quitarse el procesador. Dicen que quedó inservible.
A veces cuando corro no pienso absolutamente en nada. Me concentro en lo que hago, con la mente en blanco. Y disfruto de cada instante. Pero en otras ocasiones mi cerebro se pone a centrifugar y no para. Hoy estoy tranquila. Tengo la ventaja de saber disfrutar de mi tiempo libre. Y otra suerte: que cuando vuelvo al trabajo lo hago a un lugar donde disfruto y a una profesión a la que me siento vinculada emocional e intelectualmente. Hay viento. Bastante. Yo lo noto. Y lo escucho. Gracias al implante.