Gracias, Rosa. Ya te abrazaré muy fuerte en cuanto esto acabe. “En cuanto esto acabe” es la frase que más digo, que más oigo, porque todos queremos volver otra vez a algo parecido a la normalidad, algo que no será, ni mucho menos, el mundo que hemos conocido hasta ahora. Lo dice incluso el doctor Tedros, director general de la Organización Mundial de la Salud (OMS): “Es comprensible que las personas quieran seguir con sus vidas, pero el mundo no puede volver a ser como era”. Ya queda menos, en cualquier caso, para esa nueva normalidad. Gracias, Rosa, por dar visibilidad a este problema que están sufriendo las personas con sordera, este doble confinamiento. Las mascarillas impiden leer los labios, fundamental para favorecer la comunicación.
Mi compañera, mi amiga Rosa, ha escrito un espléndido reportaje para el periódico. Estaba claro que había que buscar soluciones, como la que ha ideado una estudiante de Educación para personas con problemas de audición de la Universidad de Kentucky Este, en Estados Unidos, que ha diseñado una mascarilla ideal para preservar la lectura labial, con restos de sábanas y tela plástica. Así todas las personas que necesiten la lectura labial para obtener información y comprender los mensajes de su interlocutor puedan hacerlo. Mascarillas transparentes. Este producto permite ver la boca y así sí se pueden leer los labios. Aunque son caseras y carecen de homologación, ayudan a paliar el problema. En España varias asociaciones están siguiendo su ejemplo.
Yo le sugerí a Rosa el asunto de las mascarillas, pero ella en el reportaje además ha desarrollado de manera principal el problema al que se enfrentan, en estos momentos, siete millones de personas que hay en España con problemas de audición: las videoconferencias. Describe el asunto y ofrece consejos como situarse en un lugar bien iluminado, encender la cámara y colocarse en una posición en que se vea un buen primer plano; usar auriculares de calidad con un micrófono o informar al interlocutor (si no lo sabe) que se tiene sordera. Esto es periodismo de servicio. Con soluciones.
Todo transcurre de una manera extraña: las horas pasan unas veces vertiginosas, otras con una cadencia exasperante. Cada noticia buena queda arrinconada por la certeza de los datos, por la evidencia del desastre. Nos agarramos a lo que haga falta para mantener la esperanza. Creo además que los periodistas no deben demostrar excesiva flaqueza. Nos toca, además de informar sin medias tintas, ayudar a crear un clima de esperanza. No nos podemos venir abajo. Nos queda mucho por hacer y todos tenemos que contribuir a que esto mejore.
La primera ventana a la esperanza ha sido permitir los paseos a los niños acompañados de uno de sus padres. Es un pequeño rayo de luz junto a palabras que no existían en nuestras vidas: confinamiento, desescalada. Y un miedo al futuro, al rebrote de la epidemia. De momento, la nueva situación (que puede ser reversible) me ha puesto en el desafío de salir a la calle para realizar mi trabajo.
—Anita. ¿Nos puedes hacer un reportaje sobre los padres y niños paseando? Aparte de opiniones de psicólogos y virólogos nos vendrían bien testimonios. No hace falta que te desplaces muy lejos. Y por supuesto, con todas las medidas de seguridad. Dime cuándo vas a salir para que te acompañe algunos de los fotógrafos.
¿Quién se puede negar? Otros compañeros ya están haciendo información fuera de casa. Es mi trabajo. Por algo lo ha considerado el Gobierno una actividad esencial: contar a la gente lo que está pasando. Los ciudadanos tienen derecho a la información.
Sin miedo, pero con algo de precaución salí a la calle con mi grabadora y en el punto convenido me reuní con el fotógrafo. Caminamos guardando la debida distancia de seguridad. Tuve que superar cierto temor a que no pudiera entender bien lo que me decían. Pero la grabadora me salvaría si eso sucedía. Aunque hubo alguno que rehusó hacer declaraciones, no me resultó difícil recoger distintos testimonios. Hay de todo: optimistas patológicos que ven cercano el fin del confinamiento, precavidos ante la posibilidad de que las medidas no sean definitivas, menores que no quieren salir para no exponerse a la posibilidad del contagio… “¿Cuándo se acabará esto?” Es la pregunta que todos me hacían a mí. Ojalá hubiera podido responderles, porque me temo que la tensión va a durar, aunque se van reduciendo las medidas de excepción. Luego, cuando empezaron a programarse las salidas y todos pudieron salir a sus horas, el reportaje no me tocó a mí.
Creo que el trabajo me evita darle demasiadas vueltas a la cabeza. No todo va mal. Mis padres están bien, como mi hermano y mi tío. No hay casos graves entre amigos y conocidos y Julia, la jefa de Sociedad, ya ha sido dada de alta. Sé que las cifras de afectados son brutales. Y jamás habrá que olvidar a aquellos que no están. A pesar de la tragedia, la vida se abre paso incluso en momentos tan terribles como los que estamos viviendo. Sara, una vecina que ha llegado hace poco a la comunidad, ha tenido una niña, preciosa. El parto ha ido sin problemas y las dos están en casa. He visto la foto de la niña y la madre en el grupo de WhatsApp que tienen los vecinos. Me la ha enseñado mi madre.
Ahora, en estos instantes donde se mezclan angustia y esperanza, recuerdo una canción que escuchaba en casa cuando era pequeña (la ponían mis padres, claro). Se trata de Gracias a la vida, de Violeta Parra. Yo quiero hacerlo también, quizá por esta terquedad de llevarle la contraria a la pandemia de coronavirus. Yo también quiero dar gracias, aunque a mí la vida no me haya dado el oído y llegue al sonido a través de mi implante coclear:
Gracias a la vida que me ha dado tanto.
Me ha dado el sonido y el abecedario.
Con él las palabras que pienso y declaro:
madre, amigo, hermano, y luz alumbrando
la ruta del alma del que estoy amando.