Hay más ruido. Se nota en el ambiente. Llega desde la calle hasta las casas, aunque no estén las ventanas abiertas. Pero hay instantes a lo largo del día en los que el silencio se apodera de la ciudad. Se para el tiempo: al menos es la sensación que tengo. Evito pensar en los días que vendrán, por higiene mental, por prudencia. En cambio, en esos momentos de extraña calma, me da por viajar a los recuerdos.
Intento hacer memoria de mis lejanas experiencias con el implante coclear. Lo que me viene a la cabeza es una niña pequeña (a la que siempre han llamado Anita Campana), intrigada por qué yo era la única de clase que llevaba ese aparato. Me gustaba mirarme en el espejo y observaba con detenimiento la imagen de alguien especial, pero no me producía malas sensaciones. Era muy consciente de que gracias a ese chisme podía oír a mis profesores, a mis compañeros, a mis amigos, a mis padres, a mi hermano, a mi tío. Claro que me hubiera gustado no tener que llevarlo, pero a mí personalmente me ha dado la vida. Mira que es chinche mi hermano, pero jamás usó mis problemas de audición para hacerme rabiar. A mí, en cambio, de pequeña, me hubiera gustado que él también llevara implante. Por ser iguales, por parecernos más. Pronto me percaté de lo absurdo de mi deseo.
No sé si ha sido cuestión de suerte o que la sociedad española ya está lo suficientemente madura como para aceptar a las personas con sordera, aunque queda mucho trecho para que la accesibilidad y la igualdad de condiciones sean plenas. En mi experiencia personal todo (o casi) han sido ayudas por los profesores del colegio, instituto y universidad. Alguna anécdota desagradable, claro, pero pocas. Al contrario, he tenido tanto apoyo que cuando algún graciosillo quería hacer bromas a cuentas de mi sordera siempre salía un buen puñado de amigos a defenderme y a dejar en evidencia al individuo en cuestión.
Ahora el rubor ilumina mi cara. ¿Cómo no acordarme de aquellos tiempos en que empecé a fijarme en los chicos de otra manera? Y en los trucos que usaba para disimular el implante. No puede hablarse de vergüenza. Tal vez sí de falta de seguridad. Tardé bastante en dar con un peinado que me gustara y al mismo tiempo ocultara el implante coclear, escondiera mi diferencia. Tengo que decir que en la mayoría de los casos las personas con las que me he cruzado en la vida se comportaron con naturalidad cuando supieron que tenía sordera.
El repaso al pasado me lleva a la playa, con mi hermano siempre buscándome las cosquillas, con mis padres mediando entre nosotros. No hace tanto de aquello, pero la impresión de aquellos días viene envuelta en una bruma. Ah, la playa. No sé cuándo se podrá volver y en qué condiciones. La pandemia de coronavirus va a dejar un mundo diferente, seguro, aunque todavía no podemos calcular en qué manera. Todo lo que no tenía una gran importancia en el pasado ahora se antoja especial. A todos los niveles.
Estas reflexiones son producto de mis pensamientos mientras corro por las mañanas. Hay que aprovechar para hacer algo de ejercicio ahora que se puede. Prefiero levantarme muy pronto, a eso de las 6.30, y salir de casa sin hacer ruido. Pero a veces me encuentro a mi padre desayunando en la cocina.
—¿No es un poco pronto? —le digo. —Todavía no están abiertas las calles.
—Tal vez, pero así puedo preparar un poco la tarea del día —responde.
El teletrabajo nos está salvando, al menos a mi padre y a mí. Ya veremos si cambia también el modelo de producción cuando esto acabe, cuando sea. Tengo que salir a correr muy temprano para evitar encontrarme con demasiada gente en el camino. Me da igual que corrieran antes de la pandemia, pero tantas personas en la calle no me producen una especial sensación de seguridad. Más bien al contrario. A las horas que yo practico deporte la ciudad es casi para mí.
Correr no solo me relaja, me mantiene en forma. También provoca una subida de ánimo. Hoy me puedo entretener más de lo normal. Toca libranza. Antes te organizabas los días libres en función de tus preferencias para disfrutar del ocio. Ahora casi que prefiero estar ocupada con el trabajo. Bien es verdad que tanta información satura, que estar en primera línea de lo que está pasando para poderlo contar te acerca a la tragedia diaria. Pero mientras trabajo para dar testimonio de lo que sucede no pienso en mí, en el futuro. Y la disputa política tampoco me sienta especialmente bien. Cuando los veo con esos exabruptos me acuerdo de aquel refrán: “A palabras necias, oídos sordos”. Si lo sabré yo.