Guillermo da gracias a la vida por haber tenido una infancia muy normal, sin grandes lujos: sus padres le procuraron lo más necesario y sobre todo le inculcaron el respeto por los demás. En el colegio se convirtió en una especie de defensor de los débiles. No le gustaban los abusones ni aquellos que se reían de los diferentes. Por eso agradece que la pérdida de audición le haya venido ya pasada la veintena. Prefiere no imaginarse las burlas a las que le hubieran sometido algunos de esos matones. De hecho, había una niña en el barrio a la que apodaban “la sordita” por sus problemas auditivos.
Sus dos hijos aún son pequeños. Guillermo, el mayor, tiene seis años. Y Clara, la benjamina, cuatro. Los hermanos se llevan relativamente bien. Su mujer y él tienen claro que son niños, que hay que tratar de moldearlos, pero que no hay que dirigirse a ellos como personas mayores. Hay que intentar hablarse en un lenguaje claro, acorde a su edad. Tampoco se debe ser excesivamente permisivos con ellos.
A los pequeños no les extraña el audífono de su padre. Están acostumbrados y no le dan ninguna importancia. Ya llegará el momento de hablarles del concepto de inclusión. Mientras tanto, en este sentido el objetivo es inculcarles el respeto por todos, iguales y distintos.
Guillermo es una persona tranquila. No se suele enfadar fácilmente y en su entorno valoran su carácter. Pero hay algo que le irrita, aunque no siempre lo demuestra: son los chistes que se basan en la discapacidad. No entiende cómo todavía hay graciosos que se divierten poniendo en solfa la ceguera, la sordera o los problemas de movilidad.