La infancia no es tan fácil para un sordoAquel fue un año bisiesto que empezó en lunes. 1968: de la primavera de Praga al mayo francés. Del sueño a la realidad. Massiel gana el Festival de Eurovisión y los Beatles lanzan la canción Hey Jude. En España la vida es gris, pero la mayoría de los ciudadanos se mantiene ajena a la política. El mundo saludó a Susana por primera vez. Ni sus padres ni los profesionales que atendieron en el parto y sus primeros días sabían que la genética había determinado problemas de audición, porque no dieron la cara hasta que ella tuvo cuatro años.
La infancia es para muchos un paraíso perdido, porque la memoria caprichosa selecciona los momentos. Susana tiene recuerdos vagos, que no se muestran con nitidez. Otros están a recaudo del disco duro de su mente, dormidos en el interior. Y no tiene ningún ánimo de despertarlos. Intuye, sin embargo, que si se pone a ellos pueden aflorar.
A Susana le cuesta echar la vista atrás. A su manera, por su inocencia, considera que fue una etapa feliz. Educación Maternal se llamaba entonces a los años previos a la Enseñanza General Básica. De esos tiempos recuerda mucha vergüenza, temor: con la cara colorada todo el rato.
A partir de los cuatro años se manifestó su problema auditivo. No le gusta volver a aquellos instantes de burlas de sus compañeras de colegio. Burlas crueles. La etiqueta de siempre, “la sorda”. Para ella era un insulto. Contra la diferente. O aquellas visitas al médico que ponían a prueba su capacidad de audición: “Me hacía darme la vuelta, ponerme de espaldas a él y entonces me ordenaba repetir lo que había dicho. Obviamente yo no entendía nada de nada”. En su cole, en su barrio, Susana sufrió de niña el aislamiento. Ahora es feliz. Sobre todo porque puede comparar y tener constancia de que los niños sordos de ahora son mejor tratados por el entorno.