Paraíso perdido para algunos, infierno para otros. La infancia es un momento de muchos colores, con muchos matices, de blancos, negros, grises y también de tonalidades explosivas. Y luego está la suerte, la vida que te inclina hacia un lugar o hacia otro…
Lydia era una niña tranquila… la del medio de tres hermanas. Todo empezó a cambiar en un instante determinado. Tenía en torno a tres años. Jugaba en la playa con la arena, la espuma del mar a sus pies. Unos señores que paseaban por la orilla se fijaron en ella. Les extrañó su manera de expresarse. Hablaba muy deprisa y deslizaba vocablos ininteligibles. Se acercaron a sus padres para comentarles su impresión: “Parece que habla en latín”.
No era divertido. La advertencia no cayó en saco roto y en cuanto regresaron a Madrid llevaron a Lydia al médico. Tenían sospechas. El recuerdo de aquellos días todavía se convierte en pesadilla: encefalogramas, audiometrías, radiografías… Todo un rosario de pruebas médicas. “Me acuerdo de que me hicieron muchas audiometrías. Yo lloraba. Estaba cansada. Los médicos descubrieron una pérdida del 40% de audición en un oído y el 80% en otro”, explica.
Desde entonces sus padres redoblaron los esfuerzos en la lucha por su hija. Su hermana mayor seguía tirando del carro: “Si tengo que definir aquellos años las palabras que me vienen son timidez y soledad. Sobre todo, me sentía sola. Tenía a mis padres y a mi hermana mayor como apoyo. Pero casi no recuerdo. Me cuesta. He sufrido mucho. He tenido tantos palos en la vida por este motivo”.
Reconoce que ha estado bien cuidada por sus padres y sus hermanas: “A mis padres los quiero mucho. Pero tal vez no haya sido tan bueno haber estado tan protegida. Defender me defiendo gracias a la naturaleza y a mi manera de ser, aunque hay veces que no he llegado donde quería”. Su experiencia le ha generado cierta desconfianza: “No te fías, te sientes frustrada. Hay veces que no oyes y te quedas como parada”.