Qué contradictorio resulta saber que algo puede haber salvado tu vida y la de tus seres queridos o, cuando menos, esa buena salud que solemos dar por sentada y, al tiempo, aborrecerlo profundamente porque ha cambiado y dificultado enormemente muchos aspectos de tu existencia y tu manera de vivir.
Eso me ha sucedido a mí y, posiblemente, a otras muchas personas con discapacidad auditiva, con la mascarilla.
Cuando en marzo de 2020 se decretó el Estado de Alarma en nuestro país, y tuvimos que permanecer meses confinados debido a la irrupción del coronavirus en nuestras vidas, el miedo y la incertidumbre pasaron a formar parte de las emociones diarias de casi todos.
Comenzamos, los más afortunados, a trabajar desde casa, y perdimos la relación directa con compañeros de trabajo y clientes. Durante mucho tiempo, no pudimos ver a familiares y amigos. Sólo podíamos mantener el contacto a través del teléfono, el correo electrónico, la mensajería instantánea y la (no usual hasta entonces) videoconferencia.
Durante esos primeros meses no hubo mascarillas a disposición de los ciudadanos, para contener la expansión del virus, y se convirtieron en un objeto precioso, casi de lujo. Posteriormente, pasaron a ser de obligado uso en todos los espacios interiores e, incluso, exteriores. Pero a sus efectos beneficiosos para limitar la propagación del virus, se unieron otros no deseados, como la sensación de falta de aire, el empañarse de las gafas, o imposibilidad de ver el rostro y la expresión de quien se dirigía a nosotros.
Sin embargo, las personas con dificultades de audición tuvimos que añadir a esa lista no sólo la distorsión que producen en el sonido del hablante, sino la privación de un recurso fundamental para nuestra comunicación: la lectura labial.
De pronto, muchas cosas cotidianas se nos hicieron más difíciles. Entender y ser entendidos en el trabajo, la farmacia, el banco, el supermercado, o cualquier oficina de la Administración se convirtió en una misión casi imposible.
No digamos ya si nos veíamos obligados a ir al médico, donde resulta particularmente importante entender las explicaciones sobre nuestra salud y el tratamiento pautado. Algunos pensarán que siempre podemos ir acompañados, como gustan de hacer muchas personas; pero se pierde la intimidad del paciente y la autonomía personal, que tanto nos cuesta lograr a quienes tenemos deficiencia auditiva.
Algunos, incluso, no pudimos seguir haciendo el que, hasta entonces, había sido nuestro trabajo de la misma manera, como me sucedió a mí: soy abogada ejerciente y la privación de la lectura labial, como recurso de apoyo fundamental, me impidió actuar ante los tribunales y comunicarme con clientes y otros profesionales como lo había venido haciendo hasta ese momento. Y nos vimos obligados a estudiar de nuevo y a buscar alternativas en un mercado laboral y económicamente tensionado por la pandemia; intentando hallar ese puesto en el que no fuera necesario comunicarse presencialmente con otros, aun a costa de quedarnos todavía más aislados.
¿Y los niños con discapacidad auditiva? Imagino los sentimientos de soledad y desvalimiento tuvieron que sufrir al dejar de entender y poderse comunicar con sus profesores y compañeros en clases y en demás actividades comunes.
Se acabó para todos, también, la posibilidad de salir con amigos; de disfrutar de un rato de charla tomando algo, de reírnos y relajarnos, quitando hierro a los problemas diarios.
La mascarilla, unida a la distancia interpersonal y las mamparas de separación, se convirtió en nuestro mayor impedimento para la comunicación; ocasionándonos tensiones y mucha frustración. Ya no nos quedaba otra opción que explicar nuestra dificultad, armarnos de paciencia y esperar empatía de la persona oyente. Muchos nos preguntaban, entonces, por las mascarillas transparentes, cuyo uso se aprobó gubernamentalmente, pero que nunca llegaron a difundirse; a mi entender, por la falta de incentivos y apoyo por parte de las Administraciones, que debieran haber velado porque nadie, en una situación social y emocionalmente tan compleja, quedase aislado.
Pasadas varias olas, con sus consiguientes confinamientos y restricciones y más de un año después, las mascarillas desaparecieron en exteriores. Y, por fin, en el mes de abril de 2022, después de sucesivas campañas de vacunación masiva y ante la mejoría de los datos sobre contagios, comenzamos a ver la luz al final de nuestro particular túnel comunicativo, cuando el Real Decreto 286/2022 eliminó la obligatoriedad del uso de la mascarilla en interiores, salvo en concretos espacios sanitarios y el transporte público.
Aunque, a día de hoy, su uso no ha desaparecido (especialmente en entornos de gran acumulación de gente), la decisión de llevarla en el resto de espacios es personal; lo que creo nos facilita explicar la barrera que supone para nuestro entendimiento y pedirle a quien nos habla que la retire momentáneamente para permitir la lectura labial.
Como me decía una amiga hipoacúsica hace pocos días, “qué gusto de verano; qué tranquilidad poder ver la cara y leer los labios de la gente”.
Crucemos los dedos, y esperemos que la “normalidad”, también en la comunicación, haya llegado para quedarse en nuestras vidas.