Hace ya muchos años (afortunadamente, hace muchos, muchos) que la atención a personas con discapacidad no se limita a la asistencia médica para tratar de revertir las consecuencias directas de procesos de disminución o merma de alguna capacidad. La asunción de la propia carencia no es tarea fácil, sobre todo, si la tuya es la menos habitual en tu entorno familiar o, simplemente, eres el único de la clase que la tiene.
Cientos y miles de emociones afloran en nosotros cada semana y sin embargo, quizás no les hemos dado la importancia que se merecen y puede que en esto haya un sesgo cultural que se va resquebrajando poco a poco. Yo, que pertenezco a la hornada los milenials, he sido víctima de una banda sonora que repetía el “no llores que no ha sido nada” como un mantra a mi alrededor, y no solo para mí.
Cuál fue mi sorpresa cuando hace poco un niño de poco más de seis años me espetó con una respuesta de esas que hacen reflexionar: “a ti no te ha pasado nada, pero a mí sí”. Este niño, agraciado con la libertad de no tener corsé que condicione lo que dice, me plantó en la cara la contestación que yo habría querido tener en mi lista de reproducción personal cuando, al no enterarme de alguna parte de una conversación en grupo y preguntar que qué habían dicho, recibía un vago “nada importante”, sufriendo ya el juicio ejercido por el mediador o mensajero y dejándome imposibilitado ante una sensación de frustración que, como nunca era nada importante, al final no compartir con nadie porque siempre hay que estar bien (qué digo bien, hay que estar de fábula) para no preocupar a los que nos rodean porque ya tienen bastante con lo que tienen y con las preocupaciones que les damos.
Con su zasca, el crío me estaba diciendo a gritos que le dejase expresarse con libertad, que no controlase sus estímulos naturales de llorar un poco y lamerse las heridas, porque él no tiene ningún interés en ser el más macho del lugar fingiendo una valentía y fortaleza sobrehumana, y a todas luces también ficticia, que muchas veces las personas con discapacidad, entre las cuales me incluyo, sentimos que debemos demostrar ante las adversidades, sea cual sea su origen.
Me encantó el revés que me propinó el niño sin filtros. Pero creo que lo que me dejó totalmente maravillada de admiración fue la naturalidad con la que él reclamaba su propio espacio para su bienestar. Seguramente, esta fue mi interpretación, desde la perspectiva de un adulto con cierta experiencia en esta aventura que es el vivir, de un comentario aparentemente inocentón pero cargado de sentido. Llorar no es tan malo como nos decían cuando éramos pequeños, ni es una representación de la debilidad o de la falta de carácter. Tampoco el malestar que experimentamos ante una situación en la que nos sentimos excluidos (por ejemplo, espacios con mucho ruido o muy oscuros que nos impiden leer los labios con fluidez; conversaciones en grupos amplios o con personas alejadas físicamente unas de otras) o en la que no estamos cómodos (por ejemplo, una clase en donde no has podido sentarte en el lugar con mejor acústica y nadie de los presentes sabe que tienes dificultades para oír) o incluso algunos diálogos de besugo que protagonizamos sin proponérnoslo y con bastante frecuencia.
Emociones como la frustración, la incomprensión, la vergüenza, la inseguridad y la soledad pueden ser experimentadas de manera más o menos común por personas con discapacidad auditiva pero no son exclusivas de este gremio: tampoco se escapa de este yugo el resto de la humanidad. Como tampoco son exclusivas de los oyentes la alegría, la satisfacción la ternura o la gratitud.
Tal vez no les hemos prestado a las emociones (ni a las negativas, ni a las positivas) toda el tiempo y esfuerzo que se merecen, pero es esperanzador saber que las cosas cambian (presumiblemente con el afán de mejorar lo presente) y que la atención a personas con discapacidad hoy explora también otros frentes que se escapan de lo puramente médico, quirúrgico y ortopédico, donde solo se limitaban a unas audiometrías, unos audífonos y sesiones de logopedia.
Hoy en día, niños sordos y sin filtros como Rubén pueden propinar zascas con mucha solera y mucha razón a adultos desentrenados en el arte de gestionar las emociones. Porque detrás de los oídos defectuosos que portan las personas con problemas de audición hay eso: personas.