Las guarderías y la educación infantil no formaban parte del mundo de sus abuelos. Tampoco la vivienda habitual, al menos en los primeros años de su matrimonio. A Joaquín, el abuelo de Ricardo, le costó quitarse la mala fama de no estar alineado políticamente con lo establecido, pero al final su quehacer profesional le sirvió para redimirse. El paso del tiempo cura muchas cosas.
A la familia (en principio Ramona y Joaquín) solo les daba el dinero para alquilar una habitación en una casa de huéspedes del barrio de Salamanca, en Madrid. Ramona comenzó a arreglar vestidos, pero pronto se atrevió a confeccionarlos ella misma. Mientras, Joaquín se ganaba unas pesetas como ebanista. Todo muy precario. Pero estaban empezando. Tenían ilusión. La sordera no le impedía a Ramona expresarse verbalmente. Solo lo hacía sin pudor con los más próximos.
Pronto vinieron los niños. Primero, Ricardo. Un año después, Alicia. Y los pequeños acompañaban con sus juegos mientras su madre cosía en la misma habitación donde antes vivían dos personas y ahora cuatro. Joaquín iba dejando patente que era un profesional como la copa de un pino y Ramona había conseguido como cliente a una señora de la zona con bastantes recursos.
Alquiler de habitación con derecho a cocina. Allí se tenían que turnar las distintas familias para preparar sus guisos. Ramona no podía fiarse del sonido cuando alguno de sus preparados comenzaba a hervir. Necesitaba acudir con demasiada frecuencia para comprobar el proceso. Pero la cosa empeoró cuando comprobó que otras personas allí alojadas hacían excursiones a su cocido.
Ella no podía permitirse dejar sin comer a los suyos por culpa de unos desaprensivos. Así que para hacer guardia se llevaba las telas a la cocina. Allí en los fogones, terminaba de dar forma a los vestidos. Su principal fuente de ingresos, la señora bien, se esfumó. Por culpa de los garbanzos. Le costó entender lo que ella le explicaba, pero lo entendió por fin al leer los labios: “No te encargo más ropa, porque huele a cocido”.