La ilusión es una enfermedad que se cura con la vejez, dicen algunos. En el caso de las personas sordas, este estado de trance ilusorio puede durar más que en las personas oyentes. La barrera comunicativa puede resultar ser un búnker que aísla de la realidad.
Recuerdo, por ejemplo, cuando descubrí que por más que hubiera sido bueno o malo, los Reyes Magos siempre dejan algún presente en los zapatos limpios debajo del árbol de Navidad. Y cuando volvía al colegio, tras las vacaciones, todos hablaban de lo que les habían traído los Reyes, con una complicidad propia de película de intriga, hablando de un cuento que nunca mágico creado para fomentar la ilusión.
Muy probablemente, la mayoría de las personas sordas reaccionaron de la misma forma, con sentimientos encontrados de asombro y decepción, ante la gran noticia de que Melchor, Gaspar y Baltasar ni vienen en camello desde Oriente, ni compran en Toys ’R’ Us, si no que tiran de tarjeta de crédito y buscan momentos para escaparse de la rutina familiar para comprar los presentes a escondidas de sus hijos. Vamos, que como reza una de las frases más crueles de la historia, “los Reyes son los padres”.
La reacción al saber este dramático detalle es para todos igual. Llanto, en el caso de los más creyentes, e incredulidad y desencajo de las mandíbulas en la gran mayoría de los que se enteran de que los Reyes son los padres y que el gran momento mágico consiste en no tener que cambiar o devolver los regalos porque no nos gustan o no es la talla deseada.
La decepción, con la noticia, está asegurada. Pero las circunstancias en las que se descubre todo el pastel pueden variar en función de las circunstancias de cada uno. Hay personas sordas que rebasan todas las barreras de la edad posibles y que aún mantienen la ilusión durante muchos años. Qué envidia, ¿no? Bueno, imagino que ellos no pensarán lo mismo.
Siempre hay un personaje familiar, un primo, un amigo, etc., que nunca será olvidado por dar esa nefasta noticia. En mi caso, este papel lo jugó mi hermana mayor y, aunque no recuerdo qué edad tendría cuando entré en shock, sí que recuerdo que fue un acto de venganza por su parte: estábamos peleando por alguna tontería típica de los niños y yo le amenacé con “decírselo a papá y a mamá” (otra clásica cita de la infancia). Ella tan sólo bufó que me iba a contar un secreto malo y yo me puse chulita y le animé a que lo soltara. Así lo hizo. Mi madre, acto seguido, vino a donde estábamos nosotras y yo, entre sollozos, le dije “Mamá, me ha dicho que son los Reyes no existen”. Mi madre, nada sutil ella (todo hay que decirlo), lo primero que hizo fue abroncar a mi hermana. Ahí es cuando el castillo de naipes que yo tenía montado se cayó carta a carta.
Ahora tengo un recuerdo muy cariñoso y tierno de este episodio. No le niego la crueldad a mi hermana, pero le agradezco mucho que no me tomase por extraña sólo por ser sorda. Se agradece la crueldad, sí señora.
Pero los recuerdos tiernos no acaban ahí. En estas fechas navideñas, me he juntado con mi familia y me han recordado que el ratoncito Pérez (ese simpático roedor que te cambia tu diente de leche, que dejas debajo de la almohada cuando se cae, por un detallito cuando te despiertas) tampoco son los padres. En mi caso, eran mis tíos, o eso pensaba yo de pequeña. Las personas sordas, en su peculiar búnker comunicativo, creamos un mundo aparte con la ilusión a la medida. A nadie le gusta saber la verdad, en estos casos, se tenga la edad que se tenga.
“Ayer me enteré de que el ratoncito Pérez no existe, que son mis padres que dejan un muñeco debajo de la almohada cuando yo ponía un diente que se me había caído”, me explicó mi primo Gabriel un día. Otro momento de bajón de creencias. Fui corriendo a buscar a mi madre y le dije, muy exaltada, “Gabi me ha dicho que el ratoncito Pérez son sus padres, mamá, los tíos vienen a dejarme un regalo mientras duermo…”.
Quizás falló mi perspicacia de darme cuenta de que eso no podía ser real: mi madre odia a los ratones, jamás habría dejado que alguno entrase en casa, ni siquiera con regalos, estoy segura. El shock puede variar con la edad, o dependiendo de las circunstancias, pero lo interesante es asumir que las dificultades de audición no te hacen más o menos inocente, ni te hacen caer desde un guindo con más fuerza en estos momentos: todos somos incautos por igual, y todos, absolutamente todos, nos sentimos tristes e idiotas cuando nos enteramos. Es parte del proceso, luego te reirás con esa risa agridulce del “ojalá fuera todavía una niña” al recordar que la ilusión es una enfermedad que todos tenemos y que a todos se nos cura con dosis de realidad, a pesar de todas los diques, barreras y muros que le pongamos al tsunami de la comunicación.