“A mí tampoco me gustan, pero hay que llevarlos”, dijo mientras sostenía los implantes cocleares en su mano derecha, comunicándose sin oír nada mientras tanto. “Son pesados, feos y además, los colores de los que los hacen no sirven para ocultarlos, si no todo lo contrario”, se lamentó.
Visualmente no son nada atractivos, es más, tengo miedo de que cuando ella me pide que le sujete la prótesis, se caiga al suelo y se resquebraje. No quiero tocarlo nunca, ni cuando es necesario, ni cuando no. Sobre todo porque mi caricia por su pelo a veces conlleva una expresión por su parte que me indica que tenga cuidado, que si paso la mano por el lugar equivocado, le desterraré del mundo de lo sonoro durante unos segundos.
Cuando la conocí me entró miedo de tocarle, aunque tuviera ganas. Pensé que era casi de cristal. Y después ya nos fuimos conociendo, y no sólo nuestros gustos y aficiones, si no reacciones y costumbres, y todo fue mejor. Ya no me da asco, ni miedo, ni pena, ni nada. Es más, entiendo a las personas que se asustan, curiosean, preguntan y les aterra la idea de tocarlo. Aquellas personas que, presas del desconocimiento, se enfrentan al momento de tocar las prótesis con pavor por fueran a recibir un mordisco. Suena hasta cómico, pues la prótesis, por ahora, no tiene vida propia.
Pero el rechazo… eso ya son palabras mayores. El auténtico rechazo a informarse y formase ante la nueva situación, la dejadez, la fobia y la falta de respeto de no prestar cuidado alguno. “¿Acaso no te gusta hablar conmigo? Entonces te tiene que gustar mi implante coclear, porque es mi forma de conseguirlo”, insiste cuando se irrita de tener que repetir esta situación veces y veces.
También me asombra que la familia sea tan reacia. Hay quienes dicen que estar atado al implante les impide desarrollarse como personas. Hay quienes, por el contrario, opinan que hay que operar en el momento en que se tenga una pérdida auditiva. En mi opinión, la de un pobre personaje secundario en una historia de rechazos que ya no puedo entender.
Porque a mí no me gustaba, pero comprendí que daba igual lo que yo opinase: eso iba a seguir ahí, colgando de su oreja, transformando los ruidos en sonidos entendibles. Opine lo que yo opine. Pero, como todo en la vida, el trago es menos amargo si uno se lo toma con dulzura. Sin rechazo. A nadie le gusta, pero no se puede vivir sin él. Esto pasa cuando las cosas no salen como deberían salir: que hay que buscar alternativas, sin que esto signifique perder, ni un disgusto. Tan sólo tratar de enfrentar la situación con “mucho gusto”, como ella dice que se siente cuando mi confianza accede a quitarle el implante y acariciarle la cabeza. Con mucho gusto.