Benito está acostumbrado a lidiar con la discapacidad auditiva de su mujer. Ella lo pone todo muy fácil. Pero se ha dado cuenta de que Adela no es la medida de todas las cosas. La complicidad que preside su relación hace innecesaria en ocasiones la comunicación verbal. Son esos momentos antes de dormir, cuando ella se quita los audífonos, por ejemplo. Y si quiere hacerse comprender, tiene muy bien aprendida la lección de que tiene que vocalizar despacio, para que ella pueda leer sus labios. Considera que su grado de compenetración les permite salvar las pequeñas barreras que pudieran levantarse en estos instantes.
Una pequeña anécdota le ha servido para percatarse de que cada persona y cada situación es un mundo. A Benito le gusta implicarse en campañas solidarias. En la medida de lo posible y salvando problemas de agenda, participa como voluntario en algunas actividades. En la más reciente, le tocó atender el pequeño bar improvisado. Entre los asistentes al evento había algunas personas sordas que se comunicaban con la lengua de signos. Un grupo de estas personas se acercó al puesto a pedir unas bebidas. De nada le valieron a Benito los múltiples esfuerzos para que le leyeran los labios. Desconocía por completo el lenguaje de signos y al final tuvieron que entenderse por señas, señalando las latas de refrescos. Lo pasó mal, porque se sintió incapaz de facilitarles el simple acto de solicitar unas bebidas.
Y se dio cuenta de la suerte que tenía Adela (y todos los que la rodeaban), porque gracias a los audífonos podía llevar una vida con menos dificultades. El acceso a la comunicación abre o cierra puertas.