“Qué lástima llegar a vieja. Ya no me puedo mover con la soltura de antes. Tampoco es que vea como cuando era joven. Y de oír ya ni hablamos. Aquí me tienes, con mis audífonos”.
Lo dice con tono jocoso. Raquel conoce la ironía de su madre, pero no deja de pensar que esas palabras esconden una pequeña queja. Ella no entra en porcentajes. No los necesita. Sabe, por ley de vida, que las personas mayores sufren problemas auditivos. Entonces recuerda algunos versos del poema de Jaime Gil de Biedma, No volveré a ser joven:
Que la vida iba en serio
uno lo empieza a comprender más tarde
como todos los jóvenes, yo vine
a llevarme la vida por delante.
“Mamá ha sabido adecuarse a su edad biológica. Es consciente de sus limitaciones y pone todo el empeño en salvarlas”. Son las frases que se repite Raquel una y otra vez en lo más profundo de su ser, a modo de mantra. Es cierto que su madre representa un ejemplo. Su actitud vital es digna de elogio.
Aunque debe estar en guardia. El fantasma de la depresión está ahí. Le han dicho que la sordera puede conducir a depresión en personas mayores. Con su madre parece que no hay peligro. No es de las que se aísla. Al contrario. Es muy sociable.
Pero no conviene darlo todo por sentado. Le corresponde estar pendiente. Y acompañarla a las revisiones audiológicas. La calidad de vida, eso es lo importante llegado cierto momento. Y ahí estará ella, para lo que necesite su madre. Su hermano también. Porque casi nadie se libra de las pérdidas auditivas. Todos seremos sordos, se dice una y otra vez mientras observa con ternura a su madre.