Que estabas navidades no iban a ser como las anteriores era algo que a estas alturas del partido ya debíamos tener asumido. No hacía falta que vinieran las autoridades a poner coto a nuestras reuniones familiares porque con el 2020 que llevamos a las espaldas, ya nos hemos dado cuenta de que esto de la COVID 19 no es para tomárselo de broma.
Sin embargo, aunque algunos dicen que es imposible salvar la Navidad (o al menos, toda la parte comercial que la acompaña), ese espíritu navideño de rencontrarse con familiares y amigos (ahora también conocidos como “allegados”) se mantiene en la mente de todos, pero con cierta mesura. Pensando en los meses de diciembre de otros años, casi hasta siento alivio de que los encuentros se rebajen un poquito: de un tiempo a esta parte, pareciera que es obligatorio reunirse con los compañeros del colegio, la universidad, del trabajo o del equipo de fútbol en diciembre; sin olvidar las fechas de rigurosa celebración en familia.
Raro es el bar o restaurante que esté vacío en diciembre de un año COVID-free. Vacío de personas y, como consecuencia, sin ruido. Y es que, como persona sorda que soy, he de confesar que ya me he dado cuenta de que finiquitamos el año, pero no se acaba el mundo y que podemos continuar reencontrándonos con nuestros amigos también en enero o en febrero. Y sin tanta ansiedad: porque si algo caracteriza a los meses de diciembre de la última década es la ansiosa sociedad de consumo que sale de sus casas entrenada para pelear con uñas y dientes por encontrar el mejor regalo para nuestros hijos, el mejor vino para la cena, etc.
Dicen que este año 2020 “en confitura” nos ha enseñado a tomarnos las cosas con más calma. Veremos … Por lo pronto, veo peligrar los grandes tumultos de gentes por el centro de las ciudades y en los espacios cerrados, escena incómoda donde las haya para las personas con problemas de audición, donde el jaleo de platos y copas, el bullicio de la competición por ver quién habla más alto y la ansiedad del reencuentro y de pasarlo bien convierten muchas veces en desagradable un ritual de casi de obligado cumplimiento en estas fechas tan señaladas.
Todo empieza cuando llegas y entre los saludos iniciales, ya hay alguien empeñado en peinarte, es decir, en pasarte la mano cariñosamente por el pelo y ponerte, si tienes algo de melena, un mechón detrás de la oreja. Ni que yo fuera una Barbie.
Estoy pensando en mi tía Marta, especialista en romper el perfecto equilibrio que mis orejas mantienen con las prótesis necesarias para escucharla. La veo entrar por la puerta y ya me voy mentalizando. Ya sé que le gusta mucho mi pelo y no quiero ser grosera, pero no hace falta hundir los dedos en la cabellera como muestra de fraternidad: un abrazo, dos besos y lo damos por resuelto. Y ahora, ni eso.
Ella pertenece a un subgrupo de seres humanos digno de estudio e investigación: es el ejemplo perfecto de una persona que, a pesar de saberlo desde que nací, por razones que no alcanzo a entender, ignora a través de su comportamiento que está tratando con una persona sorda. Que no se da cuenta, vaya. Y como no se da cuenta, para ella es muy normal hablar con la boca llena de langostinos con mahonesa empleando una servilleta para taparse los labios y así reducir un poco la falta de educación.
La velada suele continuar con varias conversaciones a la vez, brindis, risas, niños atacados porque queda poco para abrir los regalos, y algunos, como mi imbatible tía Marta, que se arrancan a cantar villancicos zambomba en mano sin que se haya dado por concluido el debate sobre el estado de la nación y sus posibilidades políticas en la sobremesa. Lo normal en cada casa, vaya.
Pero mi momento favorito de la noche llega cuando, en un alarde de sinceridad, después de no haberme enterado de nada por el desorden armado, mi tía Marta, siempre tan oportuna ella, se prepara para hacer uno de mis comentarios favoritos: “Qué bien está esta niña: cada vez oye mejor”. En este instante, lo normal es que me abra paso sigilosamente y me sirva una copa doble de lo que sea.
Mi tía Marta existe y tiene una identidad que prefiero no desvelar, pero también existe no solo como un ente individual, si no que algunos de sus mejores hits de comportamientos incómodos para personas sordas se encuentran dentro de muchas de los amigos y familiares con los que nos reencontramos en diciembre. Y por más que he sido amable y he intentado explicarles que por favor no me peinen, que no hablen mientras mastican y que no se tapen la boca; estos conocimientos adquiridos resultan tener una vida efímera y corta en el cerebro de todas las tías Martas del mundo, ya que se autodestruirá antes de que nos volvamos a ver.
La celebración de fiestas navideñas y de reencuentros entre amigos y familiares con un número reducido de personas plantea una oportunidad única para las personas con problemas de audición. Y también para quienes nos rodean, que pueden comenzar a apreciar lo increíblemente cómoda y placentera que puede ser una velada sin competir para ver qué grupo habla más alto o con más interrupciones de unos a otros. En definitiva, unas Navidades en las que podemos probar a hacer las cosas de otra forma diferente, solo por ver qué tal nos va a todos y siempre con el objetivo claro: disfrutar de las fiestas.
¡Feliz Navidad y feliz año 2021 a todos!