Rosa considera que fue feliz durante su primera infancia. No recuerda nada que perturbara los días apacibles de aquellos tiempos. Los problemas de audición todavía no habían aparecido y sus momentos se repartían entre la familia y los juegos. “Hay un antes y un después -rememora-. No puedo situar muy bien cuándo ocurrió. Pero todo empezó en clase: la dificultad para enterarme de lo que decía el profesor resultó la clave de que algo estaba pasando”.
Pasó Rosa en unos instantes de la vida en color rosa a los tonos oscuros: “No entendía qué sucedía. Al principio no quería hablar de ello con nadie. Lloraba mientras intentaba dormirme. Pero mis padres detectaron que algo raro estaba ocurriendo. A ellos me aferré. Como no podía ser de otra manera”. Tras unas consultas en el colegio, el siguiente paso fue que la niña se sometiera a distintas revisiones. Desde el principio sus padres intuyeron que podría ser algún problema de audición. Ellos deseaban que fuera algo temporal.
“No es que me divirtiera -explica- yendo a médicos y realizando distintas pruebas. Pero creía que gracias a eso mi vida podría ser como antes. Pues me equivoqué. Lo de antes se quedó en el pasado. Tendría que llevar audífonos para poder acercarme a oír como una persona normal. Jamás había oído esa palabra. Me asusté un poco”.
No fue fácil la adaptación. Rosa se resistía a llevar “eso”. Pero pronto empezó a notar las ventajas de “eso”. Poder volver a oír casi como antes dulcificó su carácter y venció sus resistencias. Ahora quedaba un camino por delante: cómo hacer para que no se le viera.