Quizá fue en la adolescencia cuando Rosa terminó de volverse retraída, de encerrarse en su pequeño castillo imaginario. La infancia transcurrió sin demasiados desencantos, pero el paso a esa nueva etapa le trajo algunos sinsabores que marcaron su carácter. Gracias a su habilidad para el camuflaje evitó que en el colegio fuera conocida como “la sorda”. Y a la inocencia, porque en alguna ocasión se le ocurrió decir (al hacerse visibles sus audífonos en un descuido) que eran unos auriculares de último modelo. Cualquier excusa era buena para no entrar en detalles. Los amigos más íntimos y los profesores sí que conocían sus problemas auditivos. Pero a ella no le hacía mucha gracia que fuera totalmente público.
Sus planes se vinieron abajo en esos años en que dejamos de ser niños. Rosa tenía un grupo de amigas y amigos. Lo normal. No era excesivamente numerosa su pandilla y todos ellos conocían que ella llevaba audífonos. El cariño y el respeto presidían las relaciones entre ellos. Pero la vida no es un círculo cerrado. La gente va y viene. Y cuando no hay experiencia se suele confiar en los demás. Son tiempos de primeros amores y también de desilusiones. Con los años se ven las cosas con perspectiva. Pero Rosa se quedó bastante tocada. No tuvo suerte. No vio venir que aquel muchacho que le gustaba no era buena persona. Así lo explica: “Salimos un par de veces, en plan amigos. Conmigo se portaba bien. Pero un buen día me entero que le está contando a todo el mundo que yo era sorda. No me lo podía creer. Tardé una buena temporada en salir de casa. Entonces me marcó bastante”.