A Pedro le costaba encontrar el momento para pedir cita en su centro de salud para que le pudieran quitar el tapón de los oídos o indicarle que era otra la molestia. El trabajo le tenía muy agobiado. Muchos clientes, contratos por cerrar. Pero no podía dejar pasar más el tiempo. No solo era molesta la sensación de no oír bien. Tampoco le beneficiaba en su empresa ni en las relaciones sociales.
Como no estaba seguro, no quiso aventurarse a usar algún remedio casero de esos que abundan en internet para quitar los tapones o incluso los aceites que se recomiendan para los bebés. Se convenció a sí mismo de que siempre es mejor que sea un médico quien diagnostique. “No somos tan listos”, se repetía para convencerse. Pero empezaba a sentirse muy torpe en las reuniones. Creía que algún buen acuerdo se le había escapado por no estar en las mejores condiciones.
La demora en la sala de espera no contribuyó a calmar a Pedro. Tener tiempo para fantasear le ponía en la peor de las posibilidades. Él sabía que era hipocondriaco, pero en esta ocasión los miedos empezaban a hacerle más mella que de costumbre. Cuando escuchó su nombre detrás de la puerta donde estaba el médico se calmó un poco.
Le contó su “problema”. Le reconoció y le dio una noticia que no esperaba.
– No. No tiene ningún tapón. Parece que no hay infección, pero como la pérdida auditiva se muestra persistente debería visitar al otorrino. Sin lugar a dudas. Y no debe dejarlo. Tiene que pedir cita ya.
Aceptó el veredicto. Hubiera preferido que fueran unos simples tapones. Salió de la consulta con el ánimo por los suelos. Prefería no tener que pensar a qué se debía su “reciente sordera”. Pronto iba a salir de dudas gracias al otorrino.