Fueron unos años muy difíciles. Los despidos colectivos afectaron a muchas familias. ¿Quién no conocía a alguien implicado en algún Expediente de Regulación de Empleo? Roberto tenía amigos a los que la crisis, de alguna manera, se los había llevado por delante. Nunca imaginó que a él también le podía pasar. Su sector, el de la informática, no era el peor situado para afrontar los vaivenes de la economía.
Le pilló completamente por sorpresa. Primero le costó comprender que su empresa tuviera graves problemas. Después no aceptaba que nadie de su entorno se hubiera percatado. Cuando cayó la noticia bomba lo que se le vino a la cabeza es que ante un ERE “todos somos iguales, sordos y normooyentes”.
La compañía donde trabajaba era de un tamaño medio. Contaba con un comité de empresa que debía negociar con la dirección las condiciones del expediente. Roberto, sin demasiados conocimientos sobre derechos laborales, se interesó por las posibles protecciones frente a un despido. Entonces asumió que ese posible blindaje afectaba a los representantes de los trabajadores, que tienen derecho preferente a permanecer en la empresa si la medida no afecta a la totalidad de la plantilla. También están protegidos los empleados en función de los derechos fundamentales y las libertades públicas. Había otros supuestos, pero él no entraba en ninguno.
Todavía faltaba por saber qué criterios iba a aplicar la empresa y si él iba a estar o no en la lista de despedidos. Recurrió Roberto al asesoramiento de un amigo abogado, quien le explicó que los representantes de los trabajadores pueden establecer en el curso de la negociación una prioridad de permanencia (empleados con cargas familiares, mayores de determinada edad o personas con discapacidad). Tras meditarlo ampliamente, decidió no comentar esta posibilidad con el comité de empresa. Sordo, sí. Pero lleva una vida muy parecida a la de los demás gracias a su implante coclear. La mitad de los trabajadores tuvieron que salir. Él también. Pero al poco tiempo estaba trabajando de nuevo.