Los esfuerzos de Ramona y Joaquín terminaron dando sus frutos. Dejaron la casa de sus huéspedes, junto a sus hijos Ricardo y Alicia y pudieron comprarse un piso donde llevaron una vida familiar. Las inconveniencias de la sordera de Ramona se paliaban con el esfuerzo de todos por comunicarse. A fin de cuentas, ella les hablaba, aunque apenas pudiera oír lo que le respondían.
Ella nunca dejó de buscar sus estrategias particulares para manifestarle a sus hijos su manera de ver el mundo, sus consejos. Sin olvidar sus trucos para la rutina diaria. Ramona no oía el teléfono. Pero se instalaba en el sofá, cerca de la mesita donde reposaba el aparato. Cuando sonaba, podía sentir la vibración y entonces lo cogía. Lo más normal es que fuera alguno de sus hijos. Si estaba su marido era él quien se ponía. Para los momentos en que se encontraba sola desarrolló un plan. Como lo habitual es que fuera alguno de sus hijos recitaba siempre un discurso para los dos, tipo: “Si eres Ricardo, que sepas que ya han traído el paquete de Correos que estabas esperando. Si eres Alicia, tu amiga Rosa ha venido a casa preguntando por ti. Os quiero a los dos”.
Su nieto se ríe ahora rememorando la anécdota, transmitida de generación en generación. Menuda era la abuela Ramona. Se imagina además esos viejos cacharros que se usaban para la comunicación telefónica. Pero aquellos eran otros tiempos. Ella leía los labios de sus hijos y su marido para comprender lo que le decían. Nunca le oyeron en casa queja alguna respecto a su discapacidad auditiva. Pero no era resignación. Simplemente Ramona se aferraba a la vida con todas sus fuerzas.