Siempre me ha gustado viajar. Elegir el destino, ver sus posibilidades en cuanto a visitas culturales, excursiones, experiencias gastronómicas, etc. Disfruto preparando la maleta, pensando qué puedo necesitar según el clima del lugar elegido y las actividades previstas. Supongo que buena parte de esa emoción proviene de saber que durante los viajes amplías tu perspectiva y conocimiento, ves diferentes formas de vivir, tienes acceso a costumbres y culturas distintas de la tuya y desconectas de tu rutina.
En buena parte se lo debo a mis padres que decidieron, siendo yo adolescente, enviarme a pasar parte de mis vacaciones de verano a Irlanda, para mejorar mi inglés, a cuyo aprendizaje, especialmente mi padre, daba mucha importancia. Posteriormente, con el mismo fin, cursé lo que hoy es el último curso de bachillerato (COU), en Utah (Estados Unidos). Por aquel entonces, mi familia desconocía que tuviera una discapacidad auditiva. Solían decir que era “despistada”. Esa hipoacusia neurosensorial bilateral (que me fue diagnosticada poco después, durante mis estudios universitarios, y por la que llevo dos audífonos), pudo hacerme inicialmente más difícil la comunicación; pero no me impidió disfrutar la experiencia de conocer un país distinto, hacer nuevas amistades, ganar otra “familia” y llegar a tener un buen nivel de inglés.
Por ello, desde que comencé a trabajar como abogada, una parte de mis ahorros la he destinado a viajar, en grupo y en solitario; tanto al extranjero, como por España, donde siempre quedan lugares interesantes por descubrir.
Sin embargo, para quienes tenemos una discapacidad auditiva, a la dificultad entender y ser entendidos en un idioma que no es el nuestro (en el caso de desplazarnos a otros países), solían añadirse otras, que encontrábamos antes y durante el viaje, en entornos no habituales tales como agencias de viaje, aeropuertos y estaciones de tren y autobús (donde la información solo se daba por megafonía) y hoteles, restaurantes y comercios del lugar de destino, en los que tendríamos que comunicarnos con otras personas, cada cual con su manera de hablar (más alto o más bajo, rápido o lento, vocalizando más o menos…), con el estrés y el cansancio que todo ello conllevaba.
En la actualidad, aunque sigue habiendo barreras, gracias al avance de la tecnología, a internet y a los teléfonos móviles, disponemos de herramientas que nos pueden ayudar y facilitar todas las etapas de nuestro viaje.
Ahora podemos elegir donde queremos ir, consultando guías, planificando excursiones y visitas y conociendo de antemano su coste a través de internet. De la misma manera, podemos comprar los billetes, alquilar un apartamento para nuestra estancia o seleccionar un hotel a través de páginas web.
En aeropuertos y estaciones, aunque la megafonía y los avisos sonoros siguen siendo el modo prioritario de comunicación con el viajero, cada vez se utilizan más paneles luminosos y monitores con información escrita que nos permiten orientarnos hacia la puerta de embarque, el andén que nos corresponde, o conocer si se ha producido una interrupción o cancelación del servicio por algún motivo. Incluso, algunos puestos de información están dotados de bucle magnético para usuarios de audífonos e implantes.
Ciertamente, se sigue echando en falta otras muchas medidas de accesibilidad como, por ejemplo, que una vez en el interior del medio de transporte (me ha sucedido recientemente en el tren), la información que se da al viajero verbalmente, también se facilite a través de un subtitulado y en lengua de signos, para lo que se podrían usar los monitores en los que se exhiben las películas, por ejemplo. O que podamos saber con antelación si en los vagones podremos hacer uso del bucle magnético.
Aunque estos servicios, por ley, deberían ser accesibles, creo que, en la medida de nuestras posibilidades, hemos de utilizar los formularios de quejas y reclamaciones que facilite cada empresa u organismo, para poner de manifiesto las barreras y dificultades que nos hemos encontrado; así como las posibles mejoras que, desde nuestra experiencia, podrían implantarse para facilitar el uso seguro por todos los viajeros.
Una vez en nuestro destino, las aplicaciones de mapas que podemos instalar en nuestros teléfonos móviles nos ayudarán a orientarnos, planificar itinerarios y lugares por conocer, y encontrar ese mirador, mercado, comercio o restaurante que nos habían recomendado; o sacar las entradas de ese museo que no podemos dejar de visitar.
Si nos alojamos en un hotel, considero prudente informar de nuestra dificultad de audición al registrarnos, para nos puedan ayudar en caso de que haya algún incidente de seguridad. También, para que nos faciliten pequeños detalles, que harán más agradable la estancia, como tener instalado el subtitulado de manera permanente en la televisión.
Ya no será necesario que pidamos que uno de sus empleados nos despierte, dando golpes en la puerta o, incluso, entrando en la habitación para tocar nuestro brazo, ante la falta de respuesta (con el consiguiente susto propio y del diligente trabajador), si nos hemos apuntado a una excursión y hay que levantarse temprano. Podemos llevar nuestro despertador con pila vibradora, un reloj inteligente o una pulsera de actividad que vibrará en nuestra muñeca a la hora deseada.
Y, durante todo el viaje, podremos hacer uso de las aplicaciones de transcripción de voz a texto (imprescindibles en el móvil de una persona con discapacidad auditiva y con posibilidad de traducción a otros idiomas), para comunicarnos y ser atendidos en un comercio, pedir en un restaurante o si necesitamos preguntar para orientarnos.
En definitiva, si las circunstancias lo permiten, no perdamos la oportunidad de viajar.