Cuando uno es un niño sabe que el mundo se divide en dos: los que saben jugar al fútbol y los que no. Guillermo, por fortuna para él, pertenecía al primer grupo. Estaba siempre entre los primeros elegidos para formar equipo en el recreo. Nunca supo cómo se sentían aquellos en ser los últimos en formar parte del conjunto de entusiastas muchachos. El caso es que aunque no era de los buenos resultaba tan completo que todos le querían como compañero. Ahora añora esos momentos en que gozaba de la plenitud de los sentidos. Guillermo piensa que solo nos damos cuenta de lo que tenemos cuando desaparece. Ya le gustaría a él no haber perdido audición.
La afición le hizo seguir jugando en la juventud. Nada serio, en plan aficionado, con los amigos los fines de semana. Como era difícil juntar 11 jugadores pronto se pasaron al fútbol sala. Cuando comenzó a dejar de oír primero se aferró a la costumbre. Continuó acudiendo a los partidos, pero empezaba a llevarse broncas por no atender a las indicaciones de los compañeros de equipo. Entonces abandonó la práctica deportiva. Nada le podía sacar de su agujero.
Pasado el tiempo llegaron las soluciones. Los audífonos le dieron un nuevo empuje para llevar una vida muy parecida a lo normal. Pero ya no podía volver a jugar al fútbol. A veces sale a correr, pero no le gusta que le llamen runner. Le da mucha rabia cuando lee prensa de deportes y se encuentra con noticias como la del chaval de 14 años al que durante un partido el árbitro prohibió seguir jugando con audífonos. Entonces le viene a la cabeza un pensamiento que se repite: “Si me los quito para el fútbol ya no es lo mismo”.