No ha sido siempre así. A partir de cierto momento, ya en su madurez, Blanca comenzó a ejercitar su memoria. Ella está convencida de que eso le sucede desde que ha vuelto a escribir, desde que ha retomado aquella pasión oculta de juventud. Siempre ha tenido buena capacidad para recordar, pero ahora es capaz de encontrar variedad de matices a su vida pasada.
Rememora sus primeros años con la sonrisa de quien añora aquel paraíso perdido de juegos en la plazoleta cerca de casa, la pandilla, las tonterías típicas de la edad. Es un tiempo de algodón azucarado en la feria del barrio, allá por finales de julio, momentos de algarabía, sin problemas, con todos los sueños por delante. ¿Quién le iba a decir a ella que luego vendría un paulatino silencio?
“Yo de niña oía bien. No puedo situar exactamente el año en que comenzaron los apuros -explica Blanca-. Fue en el colegio donde me di cuenta de que algo estaba empezando a fallar. Cada mes nos cambiaban de pupitre. Y en una de esas me tocó al fondo del aula. Hasta entonces no me había sucedido nunca. Pero allí estaba yo, intentado descifrar lo que decía el profesor”.
Se asustó. Lloraba por las noches, pero al principio no se atrevió a contarle nada a sus padres. Le daba vergüenza. De alguna manera se sentía culpable de no lograr entender, de no aprovechar las clases. Y llegaron las notas. Ella era una buena estudiante. Ni en el colegio ni en casa comprendieron el motivo de su alarmante bajada en las calificaciones. Hasta que no pudo más y relató a sus padres que no oía bien.
“Me sentí aliviada. Sabía que las dificultades no se iban a pasar solas, que tendría que ir a que me vieran los médicos, pero allí estaban mis padres para apoyarme y darme ánimos -comenta-. Yo les oía hablar y aunque no captaba todas las palabras una se me quedó grabada: audífonos”.