… Y ellos me quieren. El público me quiere mientras yo esté sosegado presentando mi ponencia. Atrás quedó el miedo escénico cuando mi tono de voz es controlado por el efecto sedante de la confianza en uno mismo.
La vida, sin embargo, es un constante ejercicio de oratoria del que nadie debería escapar. Ni las personas sordas, ni las oyentes. Ni los tímidos atemorizados por el miedo escénico, ni los más extrovertidos que gozan de la suficiente desvergüenza como para enfrentarse a un escenario vacío y hacer de su palabra hablada la mejor de sus armas.
“Pide por esa boquita”. Pídelo. Hazlo bien, hazte escuchar, engatusa al público, conviértete en el Quintiliano del siglo XXI aunque sea por un momento. Quiérete y lo tendrás a mano. Quiérete y te querrán. Cualquier receta de éxito que no incluya esta premisa será un fracaso si además, no se disfruta con el ejercicio de hablar en público.
No es ninguna tontería. Desde ir a comprar el pan hasta hablar con la pareja de algo importante, pasando por alguna entrevista de trabajo o una discurso de agradecimiento. Cualquier momento es bueno para mostrar y demostrar que las personas sordas tienen mucho que decir, y que lo hacemos estupendamente.
Podríamos imaginar, por ejemplo, un mundo sin comunicación, ni oral ni en lengua de signos; un mundo capaz de funcionar sin interactuar entre unos y otros. O lo que es lo mismo, un mundo aburrido, inerte y solitario; un lugar donde las personas se cruzarían por la calle sin ni siquiera intercambiar una mirada. Total, ¿para qué?
¿Para qué andar buscando la palabra correcta que no vas a utilizar nunca? ¿Para qué enriquecer un vocabulario que rozará la ambigüedad al poco, culpando al no uso? ¿No resulta mejor la creación del discurso armado, preciso, doloroso y compartido, con el que defendernos, pedir, sentir, disfrutar y explayarse a gusto?
Puede ser una nueva forma de vida: quien menos puede, más lo necesita. El paso hay que darlo para comprobar que los oyentes no muerden, que tampoco hay tomatazos tras la actuación y que, por supuesto, quererse a uno mismo es lo mejor que te puede pasar, arriba y abajo del escenario. El amor propio se alía en ese preciso instante con la seguridad y la palabra hablada, tan sólo, fluye acomodada en el discurso. Pero hay que quererse.